El Rincón de Poe


--Vida, cuentos y poemas de Edgar Allan Poe.


El objetivo de esta pagina es mostrar la mayor cantidad de obras provenientes del gran maestro Edgar Allan Poe, si tienes un cuento o algún poema que no aparezca aquí les agradecería mucho que lo compartieran para expandir el blog lo mas posible.
¡Gracias!

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

¿Que historia desea leer?

martes, 21 de junio de 2011

"El Rey Peste" "Cuento de Jerusalén" "El hombre que se gastó" "Tres domingos por semana"

Relatos de Edgar A. Poe, Vol.12

El Rey Peste
Relato en el que hay una alegoría
Los dioses toleran a los reyes
Aquello que aborrecen en la canalla.
(BUCKHURST,
La tragedia de Ferrex y Porrex)

Al toque de las doce de cierta noche del mes de octubre, durante el caballeresco reinado de Eduardo III, dos marineros de la tripulación del Free and Easy, goleta que traficaba entre Sluis y el Támesis y que anclaba por el momento en este río, se asombraron muchísimo al hallarse instalados en el salón de una taberna de la parroquia de St. Andrews, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «Alegre Marinero».
Aquel salón, aunque de pésima construcción, ennegrecido por el humo, bajo de techo y coincidente en todo sentido con los tugurios de su especie en aquella época, se adaptaba bastante bien a sus fines, según opinión de los grotescos grupos que lo ocupaban, instalados aquí y allá.
De aquellos grupos, nuestros dos marinos constituían el más interesante, si no el más notable.
El que aparentaba más edad, y a quien su compañero daba el característico apelativo de «Patas», era mucho más alto que el otro. Debía de medir seis pies y medio, y el encorvamiento de su espalda era sin duda consecuencia natural de tan extraordinaria estatura. Lo que le sobraba en un sentido, veíase más que compensado por lo que le faltaba en otros. Era extraordinariamente delgado y sus camaradas aseguraban que, estando borracho, hubiera servido muy bien como gallardete en el palo mayor; mientras que, hallándose sobrio, no habría estado mal como botalón de bauprés. Pero estas bromas y otras de la misma naturaleza no parecían haber provocado jamás la menor reacción en los músculos de la risa de nuestro marino. De pómulos salientes, gran nariz aguileña, mentón huyente, mandíbula inferior caída y enormes ojos protuberantes, la expresión de su semblante parecía reflejar una obstinada indiferencia hacia todas las cosas de este mundo en general, aunque al mismo tiempo mostraba un aire tan solemne y tan serio que inútil sería intentar describirlo.
Por lo menos en la apariencia exterior, el marinero más joven era el exacto reverso de su camarada: Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de sólidas y arqueadas piernas sostenía su rechoncha y pesada figura mientras los cortos y robustos brazos, terminados en un par de puños más grandes que lo habitual, colgaban balanceándose a los lados como las aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color impreciso chispeaban profundamente incrustados bajo las cejas. La nariz se perdía en la masa de carne que envolvía su cara redonda y purpúrea, y su grueso labio superior descansaba sobre el inferior, todavía más carnoso, con una expresión de profundo contento que se hacía más visible por la costumbre de su dueño de lamérselos de tiempo en tiempo. No cabía duda de que miraba a su altísimo camarada con una mezcla de maravilla y de burla; de cuando en cuando contemplaba su rostro en lo alto, como el rojo sol poniente contempla los picos del Ben Nevis.
Varias y llenas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella meritoria pareja durante las primeras horas de la noche, por las diferentes tabernas de la vecindad. Pero ni las mayores fortunas duran siempre, y nuestros amigos se habían aventurado en este último salón con los bolsillos vacíos.
En el momento en que empieza esta historia, Patas y su camarada Hugh Tarpaulin hallábanse instalados con los codos sobre la gran mesa de roble del centro de la sala, y las manos en las mejillas. Más allá de un gran frasco de cerveza (sin pagar), contemplaban las ominosas palabras: «No se da crédito», que para su indignación y asombro, habían sido garrapateadas en la puerta mediante el mismísimo mineral cuya presencia pretendían negar. LejLejos estamos de pretender que el don de descifrar caracteres escritos —don que en aquellos días se consideraba apenas menos cabalístico que el arte de trazarlos— hubiera sido conferido a nuestros dos hijos del mar; pero la verdad es que en aquellas letras había cierto carácter retorcido, ciertos bandazos de sotavento totalmente indescriptibles pero que, en opinión de ambos marinos, presagiaban abundancia de mal tiempo, y que los determinaron al unísono, conforme a las metafóricas expresiones de Patas, a «darle a las bombas, arriar todo el trapo y largarse viento en popa».
Habiendo, pues, apurado la cerveza que quedaba, y abotonados apretadamente sus cortos jubones, se lanzaron ambos a toda carrera hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó dos veces en la chimenea, confundiéndola con la salida, acabaron por escabullirse felizmente, y media hora después de las doce, nuestros héroes estaban otra vez prontos a cualquier travesura, huyendo a toda carrera por una oscura calleja rumbo a St. Andrews’ Stair, encarnizadamente perseguidos por la huéspeda del «Alegre Marinero».
En los tiempos de este memorable relato, así como muchos años antes y muchos después, en toda Inglaterra, y especialmente en Londres, resonaba periódicamente el espantoso clamor de: «¡La peste!» La ciudad había quedado muy despoblada, y en las horribles regiones vecinas al Támesis, donde entre tenebrosas, angostas e inmundas callejuelas y pasajes parecía haber nacido el Demonio de la Enfermedad, erraban tan sólo el Temor, el Horror y la Superstición.
Por orden del rey aquellos distritos habían sido condenados, y se prohibía, bajo pena de muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Empero, el mandato del monarca, las barreras erigidas a la entrada de las calles y, sobre todo, el peligro de una muerte atroz que con casi absoluta seguridad se adueñaba del infeliz que osara la aventura, no podían impedir que las casas, vacías y desamuebladas, fueran saqueadas noche a noche por quienes buscaban el hierro, el bronce o el plomo, que podía luego venderse ventajosamente.
Lo que es más, cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras, comprobábase que los cerrojos, las cadenas y los sótanos secretos habían servido de poco para proteger los ricos depósitos de vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo y la dificultad de todo traslado, fueran dejados bajo tan insuficiente custodia por los comerciantes de alcoholes de aquellas barriadas.
Pocos, sin embargo, entre aquellos empavorecidos ciudadanos atribuían los pillajes a la mano del hombre. Los demonios populares del mal eran los espíritus de la peste, los dueños de la plaga y los diablos de la fiebre; contábanse historias tan escalofriantes, que aquella masa de edificios prohibidos terminó envuelta en el terror como en una mortaja, y hasta los saqueadores solían retroceder aterrados por la atmósfera que sus propias depredaciones habían creado; así, el circuito estaba entregado por completo a la más lúgubre melancolía, al silencio, a la pestilencia y a la muerte.
En una de aquellas aterradoras barreras que señalaban el comienzo de la región condenada viéronse súbitamente detenidos Patas y el digno Hugh Tarpaulin en el curso de su carrera callejuelas abajo. Imposible era retroceder y tampoco perder un segundo, pues sus perseguidores les pisaban los talones. Pero, para lobos de mar como ellos, trepar por aquellas toscas planchas de madera era cosa de juego; excitados por la doble razón del ejercicio y del licor, escalaron en un santiamén la valla y, animándose en su carrera de borrachos con gritos y juramentos, no tardaron en perderse en el fétido e intrincado laberinto.
De no haber estado borrachos perdidos, sus tambaleantes pasos se hubieran visto muy pronto paralizados por el horror de su situación. El aire era helado y brumoso. Las piedras del pavimento, arrancadas de sus alvéolos, aparecían en montones entre los pastos crecidos, que llegaban más arriba de los tobillos. Casas demolidas ocupaban las calles. Los hedores más fétidos y ponzoñosos lo invadían todo; y con ayuda de esa luz espectral que, aun a medianoche, no deja nunca de emanar de toda atmósfera pestilencial, era posible columbrar en los atajos y callejones, o pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, los cadáveres de muchos ladrones nocturnos a quienes la mano de la peste había detenido en el momento mismo en que cometían sus fechorías.
Aquellas imágenes, aquellas sensaciones, aquellos obstáculos no podían, sin embargo, detener la carrera de hombres que, de por sí valientes y ardiendo de coraje y de cerveza fuerte, hubieran penetrado todo lo directamente que su tambaleante condición lo permitiera en las mismísimas fauces de la muerte. Adelante, siempre adelante balanceábase el lúgubre Patas, haciendo resonar la profunda desolación con los ecos de sus terribles alaridos, semejantes al espantoso grito de guerra de los indios; y adelante, siempre adelante contoneábase el robusto Tarpaulin, colgado del jubón de su más activo compañero, pero sobrepasando sus más asombrosos esfuerzos en materia de música vocal con rugidos in basso que nacían de la profundidad de sus estentóreos pulmones.
No cabía duda de que habían llegado a la plaza fuerte de la peste. A cada paso, a cada tropezón, su camino se volvía más fétido y horrible, los senderos más angostos e intrincados. Enormes piedras y vigas que de tiempo en tiempo se desplomaban de los podridos tejados mostraban con la violencia de su caída la enorme altura de las casas circundantes; y cuando, para abrirse paso a través de continuos montones de basura, había que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro que las manos encontraran un esqueleto, o se hundieran en la carne descompuesta de algún cadáver.
Súbitamente, cuando los marinos se tambaleaban frente a la entrada de un alto y espectral edificio, un grito más agudo que de ordinario, brotando de la garganta del excitado Patas, fue respondido desde adentro con una rápida sucesión de salvajes alaridos, que semejaban carcajadas demoníacas. En nada acoquinados por aquellos sonidos que, dada su naturaleza, el lugar y la hora, hubieran helado la sangre de corazones menos ígneos que los suyos, nuestra pareja de borrachos se lanzó de cabeza contra la puerta, abriéndola de par en par y entrando a tropezones, en medio de un diluvio de juramentos.
La habitación en la cual se encontraron resultó ser la tienda de un empresario de pompas fúnebres; pero una trampa abierta en un rincón del piso, próximo a la entrada, dejaba ver el comienzo de una bodega ampliamente provista, como lo proclamaba además la ocasional explosión de una que otra botella. En medio de la habitación había una mesa,
en cuyo centro surgía un enorme cubo de algo que parecía punch. Profusamente desparramadas en torno aparecían botellas de diversos vinos y cordiales, así como jarros, tazas y frascos de todas formas y calidades. Sentados sobre soportes de ataúdes veíase a seis personas alrededor de la mesa. Trataré de describirlas una por una.
De frente a la entrada y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía presidir la mesa.
Era tan alto como flaco, y Patas se quedó confundido al ver a alguien más descarnado que él. Tenía un rostro amarillo como el azafrán, pero, salvo un rasgo, sus facciones no estaban lo bastante definidas como para merecer descripción. El rasgo notable consistía en una frente tan insólita y horriblemente elevada, que daba la impresión de un bonete o una corona de carne encima de la verdadera cabeza. Su boca tenía un mohín y un pliegue de espectral afabilidad, y sus ojos —como los de todos los presentes— estaban fijos y vidriosos por los vapores de la embriaguez. Este caballero hallábase envuelto de pies a cabeza en un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado, que caía en pliegues negligentes como si fuera una capa española. Tenía la cabeza llena de plumas como las que se ponen a los caballos en las carrozas fúnebres, y las agitaba a un lado y otro con aire tan garboso como entendido; sostenía en la mano derecha un enorme fémur humano, con el cual parecía haber estado apaleando a alguno del grupo por cualquier fruslería.
Frente a él, y dando la espalda a la puerta, veíase a una dama cuya extraordinaria apariencia no le iba a la zaga. Aunque casi tan alta como la persona descrita, no podía quejarse de una flacura anormal. Al contrario, hallábase por lo visto en el último grado de hidropesía y su cuerpo se asemejaba extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que, saltada la tapa, aparecía cerca de ella en un ángulo del aposento. Aquella señora tenía el rostro perfectamente redondo, rojo y relleno, y presentaba la misma peculiaridad (o, más bien, falta de peculiaridad) que mencionamos en el caso del presidente; vale decir que tan sólo uno de sus rasgos alcanzaba a distinguirse claramente en su cara. El sagaz Tarpaulin no había dejado de notar que la misma observación podía aplicarse a todos los asistentes a la fiesta, pues cada uno parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro. En la dama de quien hablamos, se trataba de la boca. Comenzando en la oreja derecha abríase en un terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos aros que llevaba se le metían todo el tiempo en la abertura. Esforzábase, sin embargo, por mantenerla cerrada, adoptando un aire de gran dignidad. Su vestido consistía en una mortaja recién planchada y almidonada que le llegaba hasta la barbilla, cerrándose en un volante rizado de muselina de algodón.
Sentábase a su derecha una jovencita minúscula, a quien la dama parecía proteger. Esta delicada y frágil criatura daba evidentes señales de una tisis galopante a juzgar por el temblor de sus descarnados dedos, la lívida coloración de sus labios y las manchas héticas que aparecían en su piel terrosa. Pese a ello, en toda su figura se advertía un extremado haut ton; lucía con un aire tan gracioso como negligente un ancho y hermoso sudario del más fino linón de la India; el cabello le colgaba en bucles sobre el cuello, y había en su boca una suave sonrisa juguetona; pero su nariz, extraordinariamente larga, fina, sinuosa, flexible y llena de barrillos, le llegaba hasta más abajo del labio inferior; a pesar del aire delicado con que de cuando en cuando la movía a uno y otro lado con ayuda de la lengua, aquella nariz daba a su fisonomía una apariencia un tanto equívoca.
Al otro lado, a la izquierda de la dama hidrópica, veíase a un hombrecillo achacoso, rechoncho, asmático y gotoso, cuyas mejillas descansaban en los hombros de su propietario como dos enormes odres de vino oporto. Cruzado de brazos y con una pierna vendada
puesta sobre la mesa, parecía imaginar que tenía derecho a alguna especial consideración. Sin duda se sentía profundamente orgulloso de cada pulgada de su persona, pero se esmeraba especialmente en llamar la atención sobre su abigarrado levitón. No poco dinero le habría costado este último, que le sentaba admirablemente, pues estaba hecho con una de esas fundas de seda bordada que en Inglaterra y otras partes sirven para cubrir los escudos que se cuelgan en lugares visibles cuando ha muerto algún miembro de una casa aristocrática.
A su lado, y a la derecha del presente, veíase a un caballero con largas calzas blancas y calzones de algodón. Estremecíase de la manera más ridícula, como si sufriera un acceso de lo que Tarpaulin llamaba «los espantos». Su mentón, recién afeitado, estaba apretadamente sujeto por un vendaje de muselina, y sus brazos, igualmente atados por las muñecas, no le permitían servirse a gusto de los licores de la mesa, precaución que Patas encontró muy acertada en vista del aire embrutecido y avinado de su fisonomía. De todas maneras, las inmensas orejas de aquel personaje, que por lo visto no era posible sujetar como el resto de su cuerpo, se proyectaban en el espacio y, cada vez que alguien descorchaba una botella, se estremecían como en un espasmo.
Frente a él, sexto y último de la reunión, veíase a un personaje extrañamente rígido, atacado de parálisis, quien debía sentirse sumamente incómodo dentro de sus vestiduras. En efecto, su único atavío lo constituía un flamante y hermoso ataúd de caoba. Su parte superior apretaba la cabeza de quien lo vestía, extendiéndose hacia adelante como una caperuza, y daba a su rostro un aire indescriptiblemente interesante. A los lados del ataúd se habían practicado agujeros para los brazos, teniendo en cuenta tanto la elegancia como la comodidad; pero aquel traje impedía a su propietario mantenerse tan erguido como sus compañeros; y mientras yacía reclinado contra su soporte, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, un par de enormes ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos hacia el techo, como si estuvieran estupefactos de su propia enormidad.
Frente a cada uno de los presentes veíase una calavera que servía de copa. De lo alto colgaba un esqueleto, atado por una pierna a una soga sujeta en un gancho del techo. La otra pierna, suelta, se apartaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo que aquella masa crujiente girara y se balanceara a cada ráfaga de viento que penetraba en la estancia. En el cráneo de tan horribles restos había carbones encendidos, que arrojaban una luz vacilante pero intensa sobre la escena; en cuanto a los ataúdes y otros implementos propios de una empresa de pompas fúnebres, habían sido apilados en torno de la habitación y contra las ventanas, impidiendo que el menor rayo de luz escapara a la calle.
A la vista de tan extraordinaria asamblea y de sus atavíos no menos extraordinarios, nuestros dos marinos no se condujeron con el decoro que cabía esperar. Apoyándose en la pared que tenía más próxima, Patas dejó caer más de lo acostumbrado su mandíbula inferior, mientras abría los ojos hasta que alcanzaron el diámetro máximo mientras Hugh Tarpaulin, agachándose hasta que su nariz quedó al nivel de la mesa, apoyó las palmas de las manos en las rodillas y estalló en un mar de carcajadas tan agudas, sonoras y estrepitosas como fuera de lugar y descomedidas.
No obstante, sin ofenderse por tan grosera conducta, el alto presidente dirigió una afable sonrisa a los intrusos, saludándolos muy dignamente con un movimiento de las plumas de la cabeza; tras de lo cual, levantándose, los tomó del brazo y los condujo a un asiento que otros de los presentes habían preparado para ellos. Patas no ofreció la menor resistencia y se instaló como le indicaron, pero el galante Hugh, llevando su caballete de ataúd desde donde lo habían puesto hasta un lugar próximo a la jovencita tísica de la mortaja, se instaló a su lado lleno de alegría y, zampándose una calavera llena de vino tinto, brindó por una amistad más íntima. Al oír esto, el rígido caballero en el ataúd pareció excesivamente incomodado, y hubieran podido producirse consecuencias graves de no mediar la intervención del presidente, quien, luego de golpear en la mesa con su hueso, reclamó la atención de los presentes con el discurso siguiente:
—En tal feliz ocasión, es nuestro deber...
—¡Sujeta ese cabo! —lo interrumpió Patas con gran seriedad—. ¡Sujeta ese cabo, te digo, y que sepamos quiénes sois y qué demonios hacéis aquí, equipados como todos los diablos del infierno y bebiéndoos las buenas bebidas que guarda para el invierno mi excelente camarada Will Wimble, el empresario de pompas fúnebres!
Ante esta imperdonable demostración de descortesía, todos los presentes se enderezaron a medias, profiriendo una nueva serie de espantosos y demoníacos alaridos como los que habían llamado la atención de los marinos. Pero el presidente fue el primero en recobrar la compostura y, volviéndose con gran dignidad hacia Patas, le dijo:
—Con el mayor placer satisfaré tan razonable curiosidad por parte de nuestros ilustres huéspedes, a pesar de no haber sido invitados. Sabed que en estos dominios soy el monarca y que gobierno mi imperio absoluto bajo el título de “Rey Peste I”.
»Esta sala, que suponéis injuriosamente la tienda de Will Wimble, el empresario de pompas fúnebres, persona a quien no conocemos y cuyo plebeyo nombre no había ofendido hasta ahora nuestros reales oídos... esta sala digo, es la Sala del Trono de nuestro palacio, consagrada al consejo del reino y a otras sagradas y augustas finalidades.
»La noble dama sentada frente a mí es la “Reina Peste”, nuestra serenísima consorte. Los otros augustos personajes que contempláis son miembros de mi familia y llevan la insignia de la sangre real bajo sus títulos respectivos de “Su Gracia el Archiduque Pes-tífero”, “Su Gracia el Duque Pest-ilencial”, “Su Gracia el Duque Tem-pestad” y “Su Alteza Serenísima la Archiduquesa Ana-Pesta”.
»Con referencia a vuestra consulta sobre las razones de nuestra presencia en este consejo, se nos perdonará que contestemos que sólo nos concierne, y que es asunto exclusivo de nuestro privado y real interés, sin que nadie este autorizado a inmiscuirse en absoluto. Pero en consideración a esos derechos de que, como huéspedes y desconocidos, podéis imaginaros poseedores, os explicaremos que nos encontramos aquí esta noche, luego de profundas búsquedas y prolongadas investigaciones, para examinar, analizar y determinar exactamente ese espíritu indefinible, esas incomprensibles cualidades y caracteres de los inestimables tesoros del paladar, vale decir los vinos, cervezas y licores de esta excelente metrópoli; todo ello para llevar adelante no solamente nuestros propios designios, sino para acrecentar la prosperidad de ese soberano extraterreno cuyo reino cubre todos los nuestros, cuyos dominios son ilimitados, y cuyo nombre es “Muerte”.»
—¡Cuyo nombre es Davy Jones! —gritó Tarpaulin, sirviendo un cráneo de licor a la dama que tenía a su lado y bebiéndose otro por su cuenta.
—¡Profano lacayo! —dijo el presidente, concentrando su atención en el meritorio Hugh—. ¡Profano y execrable canalla! Hemos dicho que, en consideración de esos derechos que, aun en tu repugnante persona, no queremos quebrantar, hemos condescendido a responder a vuestras groseras e insensatas demandas. Empero, frente a tan sacrílega intrusión en nuestro consejo, creemos de nuestro deber condenarte y multarte, a ti y a tu compañero, a beber un galón de ron con melaza, que tragaréis brindando por la prosperidad de nuestro reino de un solo trago y de rodillas; tras lo cual quedaréis libres para seguir vuestro camino o quedaros y ser admitidos a los privilegios de nuestra mesa,
conforme a vuestros gustos respectivos e individuales.
—Sería cosa por completo imposible —dijo entonces Patas, a quien las frases y la dignidad del Rey Peste I habían inspirado evidentemente cierto respeto, por lo cual se puso de pie para hablar, sujetándose a la vez a la mesa—. Sería imposible, sabedlo, majestad, que yo estibara en mi bodega la cuarta parte del licor que acabáis de mencionar. Aun dejando de lado el cargamento subido a bordo esta mañana a manera de lastre, y sin mencionar las distintas cervezas y licores embarcados por la tarde en diversos puertos, me encuentro ahora con un arrumaje completo de cerveza, adquirido y debidamente pagado en la enseña del «Alegre Marinero». Vuestra Majestad tendrá, pues, la gentileza de considerar que la intención reemplaza el hecho, pues de ninguna manera podría tragar una sola gota... y mucho menos una gota de esa infame agua de sentina que responde a la denominación de ron con melaza.
—¡Amarra eso! —interrumpió Tarpaulin, no menos asombrado por la longitud del discurso de su compañero que por la naturaleza de su negativa—. ¡Amarra eso, marinero de agua dulce! ¡Basta de charla, Patas! Mi casco está todavía liviano, aunque ya veo que tú te estás hundiendo un poco. En cuanto a tu parte de cargamento, en vez de armar tanto jaleo me animo a encontrar sitio para él en mi propia cala, pero...
—Semejante arreglo —interrumpió el presidente— no está para nada de acuerdo con los términos de la multa o sentencia, que es por naturaleza irrevocable e inapelable. Las condiciones que hemos impuesto deben ser cumplidas al pie de la letra sin un segundo de vacilación... ¡Y si así no se hiciere, decretamos que ambos seáis atados juntos por el cuello y los talones y ahogados por rebeldes en aquel casco de cerveza!
—¡Magnífica sentencia! ¡Justa y apropiada sentencia! ¡Gloriosa decisión! ¡La más meritoria, adecuada y sacrosanta condena! —gritó al unísono la familia Peste. El rey hizo aparecer en su frente una infinidad de arrugas; el hombrecillo gotoso sopló como dos fuelles juntos; la dama de la mortaja balanceaba su nariz de un lado al otro; el caballero de los calzones levantó las orejas, y la dama del sudario jadeó como un pez fuera del agua, mientras el del ataúd parecía más rígido que nunca y revolvía los ojos.
—¡Uh, uh, uh! —rió Tarpaulin, sin cuidarse de la excitación general—. ¡Uh, uh, uh! Estaba yo diciendo, cuando Mr. Rey Peste se inmiscuyó en la conversación, que una tontería de dos o tres galones más o menos de ron con melaza nada pueden hacerle a un barco tan sólido como yo si no anda demasiado cargado. Pero si se trata de beber a la salud del Diablo (¡a quien Dios perdone!) y ponerme de rodillas delante de ese espantajo de rey, a quien conozco tan bien como a mí mismo, pobre pecador que soy... ¡Sí, lo conozco, puesto que se trata de Tim Hurlygurly, el actor...! Pues bien, en ese caso, ya no sé realmente qué pensar ni qué creer.
No pudo terminar en paz su discurso. Al oír el nombre de Tim Hurlygurly, la entera asamblea saltó de sus asientos.
—¡Traición! —gritó su majestad el Rey Peste I.
—¡Traición! —exclamó el hombrecillo gotoso.
—¡Traición! —chilló la Archiduquesa Ana-Pesta.
—¡Traición! —murmuró el caballero de las mandíbulas atadas.
—¡Traición! —gruñó el del ataúd.
—¡Traición, traición! —aulló su majestad la de la inmensa boca. Y, sujetando al infortunado Tarpaulin por la parte posterior de sus pantalones en momentos en que se disponía a beber otra calavera de licor, lo alzó en el aire y lo dejó caer sin ceremonia en el gran casco abierto de su amada cerveza. Luego de flotar y hundirse varias veces como una
manzana en un jarro de toddy, terminó por desaparecer en un torbellino de espuma que sus movimientos creaban en el ya efervescente brebaje.
Patas, empero, no estaba dispuesto a soportar mansamente la derrota de su compañero. Luego de arrojar al Rey Peste por la trampa abierta, el valiente marino le dejó caer la tapa sobre la cabeza, mientras lanzaba un juramento, y corrió al centro de la habitación. Aferrando el esqueleto que colgaba sobre la mesa, empezó a agitarlo con tal energía y buena voluntad que, en momentos en que los últimos resplandores se apagaban en la estancia, alcanzó a romper la cabeza del hombrecillo gotoso. Lanzándose luego con todas sus fuerzas contra el fatal casco lleno de cerveza y de Hugh Tarpaulin, lo derribó al suelo en un segundo. Brotó un verdadero diluvio de cerveza, tan terrible, tan impetuoso, tan arrollador, que el cuarto se inundó de pared a pared, la mesa se volcó con toda su carga, los caballetes quedaron patas arriba, el jarro de ponche cayó en la chimenea... y las señoras en grandes ataques de nervios. Montones de artículos mortuorios flotaban aquí y allá. Jarros, picheles, damajuanas se confundían en la melée, y las botellas revestidas de paja se entrechocaban desesperadamente con los botellones vacíos. El hombre de los estremecimientos se ahogó allí mismo, el caballero paralítico salió flotando en su ataúd... y el victorioso Patas, tomando por la cintura a la gruesa dama de la mortaja, lanzóse con ella a la calle, corriendo en línea recta hacia el Free and Easy, seguido con viento fresco por el temible Hugh Tarpaulin, quien, luego de estornudar tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba tras él, llevándose consigo a la Archiduquesa Ana-Pesta.


Cuento de Jerusalén
Intensos rigidam in frontem ascendere canos Passus erat.
(LUCANO, De Catone)
(...un hirsuto pelmazo.)

Corramos a las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Tammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno—. Corramos a las murallas, junto a la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; pues es la última hora de la cuarta guardia y va a salir el sol; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para los sacrificios.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim o subcolectores de las ofrendas en la santa ciudad de Jerusalén.
—Bien has dicho —replicó el Fariseo—. Apresurémonos, porque esta generosidad por parte de los paganos es sorprendente, y la volubilidad ha sido siempre atributo de los adoradores de Baal.
—Que son volubles y traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Levi—, pero ello tan sólo para con el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los amonitas descuidaran sus intereses? ¡No me parece que sea tan generoso facilitarnos corderos para el altar del Señor y recibir en cambio treinta siclos de plata por cabeza!
—Olvidas, Ben-Levi —replicó Abel-Phittim—, que el romano Pompeyo, impío sitiador de la ciudad del Altísimo, no tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos serán dedicados a alimento del espíritu y no del cuerpo.
—¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! —gritó el Fariseo, que pertenecía a la secta de los llamados Tundidores (pequeño grupo de santos, cuya manera de tundirse y lacerarse los pies contra el suelo era desde hacía mucho una espina y un reproche para los devotos menos ahincados, y una piedra de toque para los transeúntes menos dotados)—. ¡Por las cinco puntas de esa barba, que, por ser sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra advenedizo romano nos acuse de destinar a los apetitos de la carne los elementos más santos y consagrados? ¿Habremos vivido para ver el día en que...?
—No nos preocupemos de las razones del filisteo —lo interrumpió Abel-Phittim—, pues hoy nos beneficiamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; apresurémonos a llegar a las murallas, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo no pueden extinguir, y cuyas columnas de humo ninguna tempestad puede alterar.
La parte de la ciudad hacia la cual se encaminaban nuestros excelentes Gizbarim ostentaba el nombre de su arquitecto, el rey David, y era considerada como la zona mejor fortificada de Jerusalén, hallándose situada sobre la abrupta y majestuosa colina de Sión.
Un ancho y profundo foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba defendido por una solidísima muralla que nacía en su borde interno. A intervalos regulares surgían en la muralla torres cuadradas de mármol blanco, las menores tenían sesenta pies de alto, y las mayores, ciento veinte. Pero en las cercanías de la puerta de Benjamín la muralla no nacía del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el nivel de éste y la base del baluarte alzábase un risco de doscientos cincuenta codos que formaba parte del abrupto monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de la torre llamada Adoni-Be-zek —la más alta de las torres que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de parlamentos con el ejército sitiador— pudieron contemplar el campamento del enemigo desde una eminencia que sobrepasaba en muchos pies la pirámide de Keops y en no pocos el templo de Belus.
—En verdad digo —suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba sobre el vertiginoso precipicio—, los incircuncisos son tantos como las arenas de la playa... como las langostas del desierto. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin.
—Y, sin embargo —agregó Ben-Levi—, no podrías señalarme un solo filisteo... ¡No, ni siquiera uno, desde Aleph a Tau, desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca más grande que la letra Jod!
—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó de pronto, con acentos tan broncos como ásperos, un soldado romano que parecía haber surgido de las regiones de Plutón—. ¡Bajad esa cesta con el maldito dinero, cuyo solo nombre basta para dislocar la mandíbula de un noble romano! ¿Es así como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo Pompeyo, que, en su condescendiente bondad, ha creído oportuno escuchar vuestras importunidades de idólatras? El dios Febo, que es un dios verdadero, corre en su carro desde hace una hora. ¿Y no teníais vosotros que estar en las murallas cuando asomara? ¡Ædepol! ¿Creéis que nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra cosa que hacer que esperar a la puerta de cada perrera para traficar con los perros de este mundo? ¡Vamos, abajo... y atención a que vuestras baratijas tengan el color y el peso debidos!
—¡El Elohim! —profirió el Fariseo, mientras los discordantes acentos del centurión resonaban en los peñascos del precipicio y se perdían contra el templo—. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemador? ¡Dilo tú, Buzi-Ben-Levi, que eres versado en las leyes de los gentiles, y has habitado entre los que se contaminan con los Teraphim? ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O de Ashimah? ¿De Nibhaz... de Tartak... de Adramalech... de Anamalech... de Succoth-Benith... de Dagon... de Belial... de Baal-Perith... de Baal-Peor... o de Baal-Zebub?
—De ninguno de ellos, en verdad... pero ten cuidado que la cuerda no resbale demasiado rápidamente entre tus dedos, pues si la cesta quedara colgada de aquel peñasco saliente harías caer lamentablemente las santas cosas del santuario.
Con ayuda de una máquina de construcción bastante grosera, la cesta pesadamente cargada descendió entonces con lentitud hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde el vertiginoso pináculo podía verse a los romanos que se amontonaban confusamente en torno de ella, pero la gran altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que pasaba.
Transcurrió así media hora.
—¡Llegaremos demasiado tarde! —suspiró el Fariseo al cumplirse este período, mientras miraba hacia el abismo—. ¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos despojarán de nuestras funciones!
—¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra! —agregó Abel-Phittim—. ¡Nuestras barbas perderán su perfume de incienso y nuestros cuerpos el hermoso lino del
Templo!
—¡Raca! —juró Ben-Levi—. ¿Pretenderán robarnos el dinero de la compra? ¡Santísimo Moisés! ¿Estarán acaso pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Han dado la señal! —gritó el Fariseo—. ¡Por fin han dado la señal! ¡Tira de la cuerda, Abel-Phittim... y también tú, Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos están sujetando todavía la cesta o el Señor ha dulcificado sus corazones y la han cargado con un animal de gran peso!
Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga ascendía balanceándose pesadamente entre la espesa niebla.
—¡Booshoh! ¡Booshoh!
Tal fue la exclamación que brotó de los labios de Ben-Levi cuando, después de una hora de trabajo, empezó a verse algo en la extremidad de la cuerda.
—¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engedi... y más arrugado que el valle de Jehoshaphat!
—Es un primer nacido del rebaño —opuso Abel-Phittim—. Lo reconozco por su balido y por su manera inocente de doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas del Pectoral, y su carne es como la miel del Hebrón.
—Es un becerro engordado en las praderas de Bashan —dijo el Fariseo—. ¡Los paganos se han portado admirablemente con nosotros! ¡Que nuestras voces se alcen en un salmo! ¡Demos las gracias con el shawm y el salterio! ¡Con el arpa y el huggab, con la cítara y el sacabuche!
Sólo cuando la cesta se hallaba a pocos pies de los Gizbarim, un sordo gruñido les reveló que contenía un cerdo de enorme tamaño.
—¡El Emanu! —gritó el trío, levantando los ojos y soltando la cuerda, con lo cual el cerdo se volvió de cabeza entre los filisteos—. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros...! ¡Es la carne innominable!


El hombre que se gastó
Un relato de la reciente campaña contra los cocos y los kickapoos

Pleurez, pleurez, mes yeux, et fondez vous en eau! La moitié de ma vie a mis l’autre au tombeau.
(CORNEILLE)

No recuerdo ahora dónde o cuándo vi por primera vez a aquel apuesto militar, el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Sin duda, alguien me presentó a él en alguna ceremonia pública, ¡naturalmente!, presidida por alguna persona muy importante, ¡claro está!, en un sitio o en otro, ¡por supuesto!, aunque me haya olvidado inexplicablemente de su nombre. Debo decir que esperé aquella presentación en un estado de nervios que me impidió formarme una idea bien definida del lugar y del tiempo. Soy constitucionalmente nervioso; es un defecto de familia, y no lo puedo impedir. La menor apariencia de misterio, la cosa más ínfima que no alcance a comprender, bastan para sumirme de inmediato en un estado de lamentable agitación.
Había por así decir algo notable —sí, notable, aunque el término es muy débil para expresar plenamente lo que quisiera dar a entender— en la apariencia de aquel personaje. Tenía probablemente seis pies de estatura y un aspecto muy imponente. Se notaba en él un air distingué que hablaba de una refinada cultura y hacía suponer una alta cuna. Sobre este tema —el de la apariencia personal de Smith— siento una especie de melancólica satisfacción en ser minucioso. Su cabello hubiera hecho honor a un Bruto; ondulábase de la manera más extraordinaria, y tenía un brillo incomparable. Era de un negro azabache, y este color —o, mejor dicho, este no-color— era asimismo el de sus inimaginables patillas. Ya habréis advertido que no puedo hablar sin entusiasmo de estas últimas; no es decir demasiado si afirmo que eran el más hermoso par de patillas existentes bajo el sol. Flanqueaban, y a veces hasta cubrían en parte la más perfecta boca imaginable, donde lucían los dientes más regulares y más blancos que concebirse puedan. En cada ocasión apropiada nacía de aquella boca una voz sumamente clara, melodiosa y bien timbrada. Con respecto a los ojos, Smith estaba igualmente muy bien dotado. Cada uno de los suyos valía por un par de órganos oculares ordinarios. Muy grandes y brillantes, tenían pupilas de un color castaño profundo, y una que otra vez se advertía en ellos esa ligera e interesante oblicuidad que da tanta fuerza a la expresión.
El torso del general era sin duda alguna el más hermoso que haya visto jamás. En vano se hubiera querido encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Tan rara peculiaridad ponía de manifiesto, muy ventajosamente, unos hombros que hubieran provocado el rubor de la humillación en el Apolo de mármol. Me apasionaban los hombros, y puedo decir que jamás había visto perfección semejante. Los brazos estaban igualmente bien modelados, y los miembros inferiores no les iban en zaga en cuanto a perfección. Eran realmente el nec plus ultra de las piernas hermosas. Todo conocedor de la materia reconocía que aquellas piernas eran notables. Ni demasiado carnosas, ni demasiado flacas;
ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más graciosa que la del os femoris; ni siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la fibula, que contribuye a la conformación de una pantorrilla debidamente proporcionada. Hubiera pedido a los dioses que a mi amigo y talentoso escultor Chiponchipino le fuera dado contemplar las piernas del brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Empero, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las zarzamoras, me resultaba imposible creer que lo notable a que he aludido, ese extrañó je ne sais quoi que envolvía a mi reciente conocido, procediera tan sólo de la acabada perfección de sus dones corporales. Quizá emanara de su actitud, pero tampoco en esto puedo ser demasiado afirmativo. Había un estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un grado de precisión mesurada y, si se me permite decirlo así, rectangular, en todos sus movimientos, que en una persona más pequeña hubiera parecido lamentable afectación o pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones del general no podía atribuirse más que a reserva, a hauteur y, en una palabra, al loable sentido de lo que corresponde a la dignidad de las proporciones colosales.
El excelente amigo que me presentó al general Smith me dijo al oído algunas frases elogiosas sobre el militar. Era un hombre notable, muy notable, y en realidad uno de los más notables de la época. Gozaba de especial favor ante las damas, sobre todo por su alta reputación de hombre valeroso.
—En ese terreno es insuperable. No hay nadie más temerario que él. Un verdadero paladín, sin la menor duda —dijo mi amigo con un susurro, llenándome de excitación por el misterio que había en su voz.
—Sí, un paladín completo, a no dudarlo. Y lo demostró, a fe mía, durante la última y terrible lucha en los pantanos del sud, contra los indios cocos y los kickapoos. (Aquí mi amigo abrió mucho los ojos.) ¡Dios me asista! ¡Cuánta sangre, pólvora... todo lo imaginable! ¡Prodigios de valor! Supongo que ha oído usted hablar de él... Probablemente no ignora que es el hombre que...
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! —lo interrumpió en ese momento el general en persona, tomando del brazo a mi amigo e inclinándose rígida pero profundamente cuando le fui presentado.
Pensé en aquel momento (y lo sigo pensando) que jamás había escuchado una voz tan clara y resonante, ni contemplado semejante dentadura. Pero debo reconocer que lamenté que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los murmullos y las insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por el héroe de la campaña contra los cocos y los kickapoos.
Empero, la deliciosa y brillante conversación del brigadier general honorario John A. B. C. Smith no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo se marchó casi de inmediato, sostuvimos un largo tête-à-tête, y no sólo quedé muy complacido sino que aprendí muchas cosas. Jamás he oído a un narrador más fluido, ni a un hombre más informado. Con loable modestia, sin embargo, se abstuvo de tocar el tema que más me apasionaba —aludo a las misteriosas circunstancias referentes a la guerra contra los cocos—, y por mi parte, una delicadeza que considero oportuna me vedó mencionar la cuestión, pese a que me sentía tentadísimo de hacerlo. Noté asimismo que el valeroso militar prefería los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en comentar el rápido progreso de las invenciones mecánicas. Cualquiera fuera el rumbo de nuestro diálogo, volvía invariablemente a ocuparse del asunto.
—No hay nada comparable a esto —decía—. Somos un pueblo admirable y vivimos en
una edad maravillosa. ¡Paracaídas y ferrocarriles... trampas perfeccionadas y fusiles de gatillo! Nuestros barcos a vapor recorren todos los mares, y el globo de Nassau se dispone a efectuar viajes regulares (a sólo veinticinco libras el pasaje) entre Londres y Timboctú. ¿Quién puede prever la inmensa influencia sobre la vida social, las artes, el comercio, la literatura, que habrán de tener los grandes principios del electromagnetismo? ¡Y le aseguro a usted que no es todo! El progreso de las invenciones no conoce fin. Las más admirables, las más ingeniosas... y permítame usted agregar, Mr... Mr. Thompson, según creo, permítame agregar, digo, que los dispositivos mecánicos mas útiles, los más verdaderamente útiles... surgen día a día como hongos, si es que puedo expresarme así o, más figurativamente, como... sí, como saltamontes... como saltamontes, Mr. Thompson... en torno de nosotros... ¡ja, ja!... en torno de nosotros.
Mi nombre no es Thompson; pero de más está decir que me separé del general Smith con multiplicado interés por su persona, imbuido de una altísima opinión sobre sus dotes de conversador y una profunda convicción de los valiosos privilegios que gozamos por vivir en esta época de invenciones mecánicas. Mi curiosidad, sin embargo, no había quedado completamente satisfecha, y resolví de inmediato hacer averiguaciones entre mis amistades sobre el brigadier general honorario y sobre los tremendos sucesos quorum pars magna fuit durante la campaña de los cocos y de los kickapoos.
La primera oportunidad que se me presentó y que (horresco referens) no tuve el menor escrúpulo en aprovechar, aconteció en la iglesia del reverendo doctor Drummummupp, donde un domingo, a la hora del sermón, me encontré no solamente instalado en uno de los bancos, sino al lado de mi muy meritoria y comunicativa amiga Miss Tabitha T. Apenas la descubrí, me congratulé por el buen cariz que tomaban mis asuntos, y no me faltaba razón, ya que si alguien sabía alguna cosa sobre el brigadier general honorario John A. B. C. Smith, esa persona era Mis Tabitha T. Nos telegrafiamos unas cuantas señales y empezamos sotto voce un animado tête-à-tête.
—¿Smith? —dijo ella, en respuesta a mi ansiosa pregunta—. ¿Querrá usted decir el general A. B. C.? ¡Dios me asista, hubiera jurado que estaba al tanto de todo! ¡Un episodio tan horrible! ¡Ah, esos kickapoos, qué monstruos sanguinarios! Sí, luchó como un héroe... prodigios de valor... renombre inmortal. ¡Smith! ¡Brigadier general honorario John A. B. C.! Vamos, bien sabe usted que se trata del hombre que...
—¡El hombre —gritó el doctor Drummummupp con todas sus fuerzas, y con un puñetazo que estuvo a punto de romper el pulpito—, que ha nacido de mujer, sólo vivirá poco tiempo; así como crece, así es cortado como una flor!
Me apresuré a correrme al extremo del banco, advirtiendo por las miradas que me echaba el predicador que la cólera, poco menos que fatal para el pulpito, provenía de los murmullos entre la dama y yo. No había nada que hacerle; me sometí, pues, resignadamente, y escuché envuelto en el martirio de un silencio digno el resto de aquel importantísimo discurso.
A la noche siguiente acudí algo tarde al teatro Rantipole, donde estaba seguro de satisfacer inmediatamente mi curiosidad mediante el simple expediente de entrar al palco de aquellas exquisitas muestras de afabilidad y omnisciencia, las señoritas Arabella y Miranda Cognoscenti. El notable trágico Climax representaba a Yago ante un público numeroso, y me costó algún trabajo hacerme entender, máxime cuando nuestro palco estaba casi suspendido sobre la escena.
—¡Smith! —dijo Miss Arabella, que por fin comprendió mi pregunta—. ¡Smith! ¿El general John A. B. C.?
—¡Smith! —coreó pensativamente Miranda—. ¡Dios me bendiga! ¿Vio usted alguna vez un hombre de mejor estampa?
—Jamás, amiga mía; pero, por favor, dígame usted...
—¿Y una gracia tan inimitable?
—Nunca, bajo palabra de honor. Pero quisiera saber...
—¿O un sentido tan profundo de la escena?
—¡Señorita!
—¿O una apreciación más delicada de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Mire usted qué piernas!
—¡Oh, qué demonios! —dije, y me volví otra vez hacia su hermana.
—¡Smith! —repitió ella—. ¿No será el general John A. B. C.? ¡Ah, qué horrible fue aquello! ¿No es cierto? ¡Y qué miserables los cocos... de un salvajismo...! Afortunadamente vivimos en una época de tantas invenciones... ¡Smith, oh, sí, un gran hombre! ¡Temerario hasta el límite! ¡Renombre inmortal! ¡Prodigios de coraje! ¡Nunca oí nada parecido! (Esto fue dicho a gritos.) ¡Dios me asista! Ya sabe usted, es el hombre que...
...ni la mandragora
Ni todos lo elixires somníferos del mundo
Te proporcionarán jamás ese dulce sueño
De que gozaste ayer!
—aulló Climax casi en mi oído y agitando el puño delante de mi cara en una forma que no pude ni quise tolerar. Me separé inmediatamente de las señoritas Cognoscenti, pasé entre bastidores y, al aparecer aquel pillo, le di una paliza que espero recordará hasta el día de su muerte.
Durante la soirée en casa de una encantadora viuda, Mrs. Kathleen O’Trump, me sentí seguro de que no volvería a sufrir una decepción. Apenas nos habíamos sentado a la mesa de juego, teniendo a mi bonita huéspeda vis-à-vis, le hice las preguntas cuya respuesta se había convertido en algo tan esencial para mi tranquilidad de espíritu.
—¡Smith! —dijo mi amiga—. ¿Supongo que alude usted al general John A. B. C.? ¡Qué terrible episodio! ¿Oros, dijo usted? ¡Ah, esos kickapoos, qué miserables! Por favor, Mr. Tattle, estamos jugando al whist... De todas maneras ésta es la época de las invenciones... ciertamente es la época par excellence... ¿habla usted francés? ¡Sí, un héroe, y de una temeridad increíble! ¿No tiene usted corazones, Mr. Tattle? ¡Imposible! ¡Sí, un renombre inmortal... prodigios de valor! ¿Qué nunca había oído hablar de él? ¡Cómo! ¡Si se trata del hombre que...!
—¿Hombrequet? ¿El capitán Hombrequet? —interrumpió desde lejos y a gritos una invitada—. ¿Está usted hablando del capitán Hombrequet y del duelo? ¡Oh, quiero escuchar lo que dicen! ¡Por favor, Mrs. O’Trump... siga usted, le suplico que siga contando!
Y así lo hizo Mrs. O’Trump, emprendiendo una narración sobre un cierto capitán Hombrequet, a quien habían ahorcado o muerto a tiros, o que por lo menos lo merecía. ¡Palabra! Y como Mrs. O’Trump continuaba indefinidamente... acabé por marcharme. Aquella noche me sería imposible escuchar nada referente al brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Me consolé, sin embargo, pensando que tanta mala suerte no podía durar siempre, y me decidí audazmente a procurarme informaciones en los salones de fiesta de aquel hechicero angelillo, la graciosa Mrs. Pirouette.
—¡Smith! —exclamó ésta mientras dábamos vueltas y vueltas en un pas de zéphyr— ¿Se refiere usted al general John A. B. C.? ¡Ah, qué terrible esa historia de los cocos! ¿No es cierto? ¡Qué gentes tan horribles son los indios! ¡Ponga la punta de los pies hacia afuera! ¿No le da vergüenza? Un hombre valerosísimo, el pobre... Pero vivimos en una época de maravillosas invenciones... ¡Dios mío, me falta el aliento! ¡Sí, un coraje temerario! ¡Prodigios de valor! ¿Que nunca oyó usted hablar de él? ¡Imposible! ¡Tengo que sentarme y hacérselo saber! ¡Si justamente Smith es el hombre que...!
—¡Man-fredo! —gritó Miss Sabihonda, en momentos en que yo llevaba a Mrs. Pirouette hacia un sofá—. ¿Cómo sé puede decir semejante cosa? ¡Le aseguro que se trata de Man-fredo y no de Man-frido!
Y como Miss Sabihonda me tomara por testigo de la manera más perentoria, me vi precisado, quisiera o no, a terciar en la solución de una disputa referente al título de cierto drama poético de Lord Byron. Y aunque afirmé de inmediato que el verdadero título era Man-frido, y de ninguna manera Man-fredo, apenas me volví en busca de Mrs. Pirouette descubrí que se había perdido de vista, por lo cual me marché de su casa envuelto en la más amarga animosidad contra la entera raza de las sabihondas.
Las cosas se estaban poniendo muy serias, y resolví visitar sin pérdida de tiempo a mi amigo íntimo Mr. Theodore Sinivate, pues estaba seguro de obtener de él alguna información precisa.
—¡Smith! —exclamó, con su peculiar manera de arrastrar las palabras—. ¿No se tratará del general John A. B. C.? Triste asunto ese de los kickapoos, ¿no es cierto? Una temeridad extraordinaria... ¡una lástima verdaderamente! ¡Qué época, qué maravillosos inventos! ¡Prodigios de valor! Dicho sea de paso, ¿no oyó hablar usted del capitán Hombrequet?
—¡Que se vaya al diablo el capitán Hombrequet! —repuse—. Por favor, siga con su relato.
—¡Ejem! Pues bien... es exactamente la même cho-o-ose, como decimos en Francia. ¿Smith, eh? ¿El brigadier general John A. B. C.? Vea usted... —y aquí Mr. Sinivate creyó oportuno ponerse un dedo contra la nariz—. ¿No pretenderá insinuar, verdadera y conscientemente, que no sabe nada de la historia de Smith? Porque usted habla de Smith, supongo, de John A. B. C., ¿eh? Pues, estimado amigo, se trata del hombre...
—Señor Sinivate —imploré—. ¿Se trata del hombre de la máscara de hierro?
—No-o-o —repuso, con aire de entendido—. Ni tampoco del hombre de la luna.
Consideré que esta réplica constituía un punzante y claro insulto, y abandoné de inmediato la casa, lleno de cólera y dispuesto a exigir a mi amigo Mr. Sinivate una pronta explicación por tan poco caballeresca conducta y tanta mala educación.
Pero, en el ínterin, no estaba dispuesto a renunciar a las informaciones que deseaba. Me quedaba todavía un recurso. Lo mejor sería ir a la fuente misma. Visitaría inmediatamente al general, pidiéndole con palabras explícitas una solución de tan abominable misterio. Aquí al menos, no habría posibilidad de error. Sería llano, positivo, perentorio, tan conciso como Tácito o Montesquieu.
Llegué muy temprano a casa del general, que se estaba vistiendo, pero como insistí en que se trataba de algo urgente, un viejo mucamo negro me hizo pasar al dormitorio, y se quedó allí para servir a su amo. Como es natural, al entrar en la habitación miré en torno buscando a su ocupante, pero no lo distinguí. Había un bulto muy grande y muy raro contra mis pies, y, como no estaba yo del mejor de los humores, le di un puntapié para quitarlo del camino.
—¡Ejem... ejem... no me parece una conducta muy correcta, que digamos! —dijo el bulto con una vocecilla tan débil como curiosa, algo entre chirrido y silbido.
Grité de terror y huí diagonalmente hasta refugiarme en el rincón más alejado del dormitorio.
—¡Mi estimado amigo! —volvió a silbar el bulto—. ¿Qué... qué... qué cosa le sucede? ¡Hasta creería que no me reconoce usted!
¿Qué podía yo contestar a eso? Tambaleándome, me dejé caer en un sillón y, con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas, esperé la solución de aquel enigma.
—No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? —insistió la indescriptible cosa, que, según alcancé a ver, estaba efectuando en el suelo unos movimientos inexplicables, bastante parecidos a los de ponerse una media. Pero sólo se veía una pierna.
—No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? ¡Pompeyo, tráeme esa pierna!
Pompeyo se acercó al bulto y le alcanzó una notable pierna artificial, con su media ya puesta, que el bulto se aplicó en un segundo, tras lo cual vi que se enderezaba.
—Y aquella batalla fue harto sangrienta —continuó diciendo la cosa, como si monologara—. Pero no hay que meterse a pelear contra los cocos y los kickapoos y creer que se va a salir de allí con un mero rasguño. Pompeyo, haz el favor de darme ese brazo. Thomas —agregó, volviéndose a mí— es el mejor fabricante de piernas postizas; pero si alguna vez necesitara usted un brazo, querido amigo, permítame que le recomiende a Bishop.
Y a todo esto Pompeyo le atornillaba un brazo.
—Aquella lucha fue una cosa terrible, puedo asegurárselo. Vamos, perillán, colócame los hombros y el pecho. Pettit fabrica los mejores hombros, pero si quiere usted un pecho vaya a Ducrow.
—¡Un pecho! —exclamé.
—¡Pompeyo! ¿Terminarás de ponerme la peluca? Que lo esculpen a uno no tiene nada de agradable, pero a fin de cuentas siempre es posible procurarse un peluquín tan bueno como éste en De L’Orme.
—¡Peluquín!
—¡Vamos, negro, mis dientes! Para una buena dentadura, le aconsejo ir en seguida a Parmly. Cuesta caro, pero hacen trabajos excelentes. En cuanto a mí, me tragué no pocos de mis dientes cuando uno de los indios cocos me machacaba con la culata del rifle.
—¡Culata del rifle! ¡Lo machacaba! ¿Pero qué ven mis ojos?
—¡Oh, ahora que lo menciona... trae aquí ese ojo Pompeyo, y atorníllalo pronto! Esos kickapoos no son nada lerdos para dejarlo a uno tuerto. Pero el doctor Williams es un hombre de talento, y no puede imaginarse lo bien que veo con los ojos que fabrica.
Comencé entonces a percibir con toda claridad que el objeto erguido ante mí era nada menos que mi reciente conocido, el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Debo reconocer que las manipulaciones de Pompeyo habían transformado por completo la apariencia de aquel hombre. Pero su voz me seguía dejando perplejo, aunque el misterio no tardó en disiparse como los otros.
—¡Pompeyo, condenado negro —chirrió el general—, estaría por creer que vas a dejarme salir sin mi paladar!
Murmurando una excusa el negro se acercó a su amo, le abrió la boca con el aire entendido de un jockey y le ajustó en el interior un aparato de singular aspecto, haciéndolo con grandísima destreza, aunque por mi parte no alcancé a ver nada. El cambio en la
expresión del general fue tan instantáneo como sorprendente. Cuando habló de nuevo, su voz había recobrado aquella rica tonalidad y potencia que me habían llamado la atención en nuestra primera entrevista.
—¡Malditos sean esos perros! —dijo con una articulación tan clara que me sobresalté—. ¡Malditos sean! No sólo me hundieron el paladar, sino que se tomaron el trabajo de cortarme por lo menos siete octavos de lengua. Pero, afortunadamente, tenemos a Bonfanti, que es inigualable en toda América cuando se trata de artículos de esta especie. Se lo recomiendo a usted con toda confianza —agregó el general, inclinándose— y le aseguro que mucho me complace poder hacerlo.
Agradecí su gentileza lo mejor posible y me despedí de inmediato, perfectamente enterado de la verdad y sin el menor resto de aquel misterio que tanto me había perturbado. Era evidente. Era clarísimo. El brigadier general honorario John A. B. C. Smith era el hombre... que se gastó.



Tres domingos por semana

¡Viejo empedernido, zamacuco, obstinado, mohoso, tozudo, emperrado y bárbaro! —dije cierta tarde (en mi fantasía) a mi tío abuelo Rumgudgeon, mientras lo amenazaba con el puño (en mi imaginación).
Sólo en la imaginación. Diré que, en verdad, había cierta discrepancia entre lo que yo decía y lo que no tenía el coraje de decir, entre lo que hacía y lo que no me faltaba gana de hacer.
Cuando abrí la puerta del salón la vieja marsopa habíase instalado con los pies sobre la chimenea, un vaso de oporto en la zarpa, esforzándose violentamente por poner en práctica la cancioncilla:
Remplis ton verre vide!
Vide ton verre plein!
—Querido tío —dije, cerrando suavemente la puerta y aproximándome con la más blanda de mis sonrisas—, ha sido usted siempre tan amable y considerado manifestándome su benevolencia de tantas... de tantísimas maneras, que... que siento como si sólo fuera necesario sugerirle una vez más cierta insignificante cosilla, para tener la seguridad de su plena aprobación.
—¡Ejem! —dijo él—. ¡Veamos, muchacho... sigue!
—Estoy seguro, querido tío (¡condenado vagabundo!), de que usted no tiene intención de oponerse a mi casamiento con Kate. Ya sé que se trata de una broma... ¡Ja, ja! ¡Qué gracioso es usted a veces!
—¡Ja, ja, ja! —repitió él—. ¡Que te cuelguen... vaya si lo soy!
—¿No es cierto? ¡Bien sabía yo que bromeaba! Pues bien, tío, todo lo que Kate y yo deseamos ahora es que tenga usted la gentileza de aconsejarnos sobre... sobre la fecha... ya sabe usted, tío... En fin, ¿cuándo sería más conveniente para usted que se realice la... la boda?
—¡Vete de aquí, vagabundo! ¿Qué pretendes decir? ¡Espérate sentado!
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Oh, magnífico! ¡Oh, qué broma extraordinaria! ¡Qué ingenio! Pero todo lo que quisiéramos, tío, es que nos indique exactamente la fecha.
—¡Ah! ¿Exactamente?
—Sí, tío. Es decir... siempre que le resulte agradable.
—¿Y no sería lo mismo, Bobby, si lo dejáramos al azar... digamos, alguna fecha dentro de un año o cosa así, eh? ¿O tengo que fijarla exactamente?
—Por favor, tío... exactamente.
—Pues bien, Bobby, puesto que eres un excelente muchacho... y puesto que quieres una fecha exacta... te la diré.
—¡Mi querido tío!
—¡Silencio, caballerito! —exclamó, ahogando mi voz—. Sí, te la diré. Tendrás mi consentimiento... y la pecunia no debemos olvidarnos de la pecunia... ¡Veamos! ¿Qué día fijaremos? ¿Hoy es domingo, verdad? Pues bien, te casarás exactamente... ¿me has oído?,exactamente cuando haya tres domingos en una semana. ¿Has entendido, caballerito? ¿Por qué te quedas boquiabierto? Te lo repito: tendrás a Kate y tendrás la pecunia cuando haya tres domingos en una semana, pero no hasta entonces, gran bribón... ¡no hasta entonces, aunque me maten! Ya me conoces, y sabes que soy hombre de palabra. ¡Y ahora vete!
Tras lo cual vació su vaso de oporto, mientras yo escapaba desesperado del salón.
Mi tío abuelo Rumgudgeon era un «excelente anciano caballero inglés», pero, a diferencia del de la canción, tenía sus puntos débiles. Era un personaje diminuto, obeso, pomposo, apasionado y hemisférico, de roja nariz, gran cabezota, abundante faltriquera y elevado concepto de su persona. Dueño del mejor corazón de este mundo, un especial espíritu de contradicción le había hecho ganar, entre aquellos que sólo lo conocían superficialmente, fama de tacaño. Como muchas personas excelentes, parecía dominado por el caprichoso deseo de gastar la paciencia, deseo que, a primera vista, hubiera podido confundirse con maldad. A cualquier pedido que le hacía, un rotundo «¡No!» era su respuesta inmediata; pero al final —muy al final— terminaba negándose a muy pocos pedidos. Se defendía empecinadamente contra todo ataque que llevara a su faltriquera, pero terminaba dando sumas que estaban en proporción directa con la duración del sitio y el empecinamiento de la resistencia. En materia de caridad, nadie daba más con menos amabilidad.
Mi tío demostraba el más profundo de los desprecios por las bellas artes y, muy especialmente, por la literatura. Casimir Perier le había inspirado este último, con su petulante pregunta: A quoi un poète est-il bon?, que mi tío repetía en todos los casos y con la más extraña de las pronunciaciones, considerándola el nec plus ultra del ingenio. Así, mi frecuentación de las Musas había provocado su profundo disgusto. Cierto día en que le solicité un nuevo ejemplar de Horacio, me aseguró que la traducción de Poeta nascitur non fit era: «A nasty poet for nohting fit» (Un repugnante poeta, incapaz de nada); naturalmente su versión me produjo grandísima cólera. El antagonismo de mi tío hacia las «humanidades» había ido en aumento en los últimos tiempos, a causa de una inclinación hacia lo que él consideraba ciencias naturales. Alguien lo había detenido en la calle confundiéndolo nada menos que con el doctor Dubble L. Dee, conferenciante en física recreativa y otras fruslerías. Esta confusión lo deslumbró, y, en la época de este relato (ya que en definitiva se está convirtiendo en un relato), mi tío abuelo Rumgudgeon sólo se mostraba accesible y pacífico en todo aquello que coincidiera con el capricho científico que lo dominaba. En cuanto al resto, se reía desaforadamente de todo, y en materia política era tan obstinado como simple. Creía con Horsley, que «nada tiene el pueblo que ver con las leyes, aparte de obedecerlas».
Había yo pasado toda mi vida a su lado, pues mis padres, al morir, me legaron a él como la más rica de las herencias. Creo que el viejo miserable me quería como a su propio hijo (y casi tanto como quería a Kate), pero lo mismo me daba una vida de perros. Desde que cumplí un año hasta los cinco, me aplicó constantes y regulares azotainas. De los cinco a los quince, me amenazó a cada momento con enviarme a un reformatorio. De los quince a los veinte, no pasó un día sin que me prometiera desheredarme hasta el último centavo. Cierto es que yo era una buena pieza, pero esto formaba parte de mi naturaleza y valía como un artículo de fe. En Kate, empero, tenía una amiga leal, y no lo ignoraba. Era una excelente muchacha, que me había prometido gentilmente ser mi esposa (con pecunia y todo), siempre que me las arreglara para obtener el consentimiento de mi tío abuelo. ¡Pobre niña! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento, su escaso capital no le sería entregado hasta después de que cinco interminables veranos «arrastraran consigo su lenta
duración». ¿Qué hacer, entonces? A los quince años, y aun a los veintiuno (pues yo había franqueado ya mi quinta olimpiada), cinco años de espera equivalen a quinientos. Inútilmente asediaba a mi tío con mis demandas. Había él encontrado una pièce de résistence (como dirían los señores Ude y Carene), que se adaptaba maravillosamente a su petulante fantasía. Job mismo se hubiera indignado al ver cómo aquel viejo gato jugaba con nosotros cual si fuéramos dos miserables ratoncillos. En lo profundo de su corazón nada deseaba con más ardor que nuestra unión. Desde el principio había estado de acuerdo. Y hubiera sido capaz de sacar diez mil libras de su propio bolsillo (pues la dote de Kate era de ella), de habérsele ocurrido alguna cosa que excusara nuestro natural deseo. Pero habíamos sido lo bastante imprudentes como para mencionar el tema por nuestra cuenta. No oponerse, bajo tales circunstancias, hubiera estado más allá de sus fuerzas.
He dicho ya que mi tío tenía sus puntos débiles, pero no debe entenderse por ello que aludo a su obstinación. Al contrario, ésta se contaba entre sus puntos fuertes: assurément ce n’était pas son faible. Cuando hablo de sus debilidades me refiero a una superstición de vieja solterona que lo dominaba. Se consideraba muy fuerte en sueños, portentos, et id genus omne de galimatías. Mostrábase asimismo muy puntilloso en pequeños detalles de honor y, a su manera, era hombre de palabra. Más aún: estas cosas le constituían una verdadera obsesión. No tenía el menor escrúpulo en faltar al espíritu de sus promesas, pero la letra era para él cosa inviolable.
Esta peculiaridad de su carácter, sumada al ingenio de Kate, nos permitió un día —poco después de mi entrevista con mi tío en el salón— sacarle una inesperada ventaja; pero ahora, después de haber agotado como los modernos bardos y oradores todo mi tiempo disponible en prolegómenos, resumiré lo sucedido en las pocas palabras que constituyen el meollo de la historia.
Ocurrió —pues así lo ordenaron los hados— que entre los conocidos de mi prometida se contaban dos oficiales de la marina que acababan de volver a Inglaterra después de un año de ausencia. Concertado nuestro plan, mi prima, ambos caballeros y yo acudimos a visitar a mi tío en la tarde del domingo 10 de octubre, exactamente tres semanas después de la memorable decisión que tan cruelmente había desbaratado nuestras esperanzas. Durante la primera media hora la conversación tocó los temas ordinarios, pero luego logramos, de manera muy natural, darle el siguiente giro:
Capitán Pratt.—Pues bien, he estado un año ausente. Exactamente un año... ¡Veamos! ¡Pues, sí, hoy es diez de octubre! ¿Recuerda, Mr. Rumgudgeon, que vine a despedirme de usted hace exactamente un año? Dicho sea de paso, me parece una coincidencia bastante curiosa que nuestro amigo aquí presente, el capitán Smitherton, haya estado también ausente un año... Exactamente un año, ¿no es así?
Smitherton.—En efecto, hoy hace un año justo. Recordará usted, Mr. Rumgudgeon, que vine aquel día en compañía del capitán Pratt, a fin de despedirme de usted.
Tío.—Sí, sí... me acuerdo muy bien... ¡Ciertamente es muy raro! Ambos ausentes durante un año... Muy extraña coincidencia, por cierto. Lo que el doctor Dubble L. Dee llamaría una extraordinaria concurrencia de sucesos. El doctor Dub...
Kate.—(Interrumpiéndolo.) ¡Sí, papá, es muy extraño! Pero el capitán Pratt y el capitán Smitherton no siguieron la misma ruta, y eso significa una diferencia.
Tío.—¿Una diferencia, muchacha? ¡Al contrario! ¡La cosa es así muchísimo más notable! El doctor Dubble L. Dee...
Kate.—¿Sabes, papá? El capitán Pratt dio la vuelta al cabo de Hornos, y el capitán Smitherton al de Buena Esperanza.
Tío.—¡Pues bien! El uno fue hacia el este y el otro hacia el oeste, y los dos dieron la vuelta completa a la tierra. Dicho sea de paso, el doctor Dubble L. Dee...
Yo.—(Presurosamente.) Capitán Pratt, ¿por qué no viene a pasar la velada de mañana con nosotros...? También usted, capitán Smitherton. Nos contarán los detalles de sus viajes, haremos una partida de whist, y...
Pratt.—¡Vamos, querido muchacho! ¿Jugar al whist en domingo? Alguna otra noche, si quiere, pero...
Kate.—¡Oh, no, Robert no es tan impío como para proponer eso! Pero hoy es domingo, capitán.
Tío.—¡Naturalmente!
Pratt.—Les pido disculpas a ambos, pero no puedo engañarme hasta ese punto. Sé que mañana es domingo porque...
Smitherton.—(Muy sorprendido.) ¿Qué están diciendo ustedes? ¿No fue ayer domingo?
Todos.—¡Ayer! ¡Vamos, usted bromea!
Tío.—¡Hoy es domingo! ¡Como si no lo supiera!
Pratt.—¡Oh, no! ¡Mañana es domingo!
Smitherton.—¡Se han vuelto ustedes locos! ¡Tan seguro estoy de que ayer era domingo, como de que estoy sentado en esta silla!
Kate.—(Dando un brinco.) ¡Ya sé..., ya sé! ¡Oh, papá, ésta es una sentencia contra ti, por... por lo que sabes! Ya veo lo que ocurre, y puedo explicarlo fácilmente. Es muy sencillo. El capitán Smitherton dice que ayer era domingo, y tiene razón. El primo Bobby, papá y yo decimos que hoy es domingo, y tenemos razón. El capitán Pratt sostiene que mañana será domingo, y tiene razón. El hecho es que todos estamos en lo cierto, y que hay tres domingos en una semana.
Smitherton.—(Tras una pausa.) Dicho sea entre nosotros, Pratt, Kate nos ha aventajado en astucia. ¡Qué tontos hemos sido! Mr. Rumgudgeon, la cuestión es la siguiente: como usted sabe, la tierra tiene una circunferencia de veinticuatro mil millas. El globo gira sobre su eje... da vueltas sobre el mismo... hace pasar esas veinticuatro mil millas de su circunferencia, yendo de oeste a este, exactamente en veinticuatro horas. ¿Me sigue usted, Mr. Rumgudgeon?
Tío.—Por supuesto... por supuesto. El doctor Dub...
Smitherton.—(Tapando su voz.) Pues bien, señor: la velocidad de esta revolución es de mil millas por hora. Supongamos ahora que yo me traslado a mil millas al este de donde estamos. Como es natural, me anticipo a la salida del sol en una hora exacta con respecto a Londres. Veo salir el sol una hora antes que usted. Si avanzo otras mil millas en la misma dirección, me anticipo en dos horas, otras mil millas, y tendré tres horas de adelanto, y así sucesivamente hasta que, terminada la vuelta al globo, y otra vez en este mismo sitio después de viajar veinticuatro mil millas al este, me habré anticipado en veinticuatro horas a la salida del sol en Londres; vale decir que estaré adelantado en un día con respecto al tiempo de usted. ¿Claro, no es cierto?
Tío.—Pero Dubble L. Dee...
Smitherton.—(A gritos.) El capitán Pratt, en cambio, una vez que hubo viajado mil millas al oeste de este punto, se encontró atrasado en una hora, y cuando terminó su recorrido de veinticuatro mil millas al oeste quedó atrasado en un día con respecto al tiempo de Londres. Vale decir que, para mí, ayer era domingo, como lo es hoy para usted y lo será mañana para Pratt. Y, lo que es más, Mr. Rumgudgeon, los tres tenemos razón, pues
ningún principio científico puede darnos ventaja al uno sobre los otros.
Tío.—¡Santo cielo! ¡Pues bien, Kate... pues bien, Bobby... como habéis dicho, ésta es una sentencia contra mí! Pero soy hombre de palabra... ¡no lo olvidéis! ¡Kate será tuya, muchacho (con pecunia y todo), cuando te parezca bien! ¡Atrapado, por Júpiter! ¡Tres domingos juntos! ¡Tendré que ir a preguntarle a Dubble L. Dee lo que opina de esto!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entradas populares