El Rincón de Poe


--Vida, cuentos y poemas de Edgar Allan Poe.


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viernes, 24 de junio de 2011

"Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood" "Una malaventura"

 Relatos de Edgar A. Poe, Vol.23
 
Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood

En nombre del Profeta..., ¡higos!
(Pregón de los vendedores turcos de higos)


Doy por supuesto que todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la Signora Psyche Zenobia. De ello no cabe la menor duda. Sólo mis enemigos son capaces de llamarme Suky Snobbs. He oído decir que Suky es una corrupción vulgar de Psyche, palabra del más excelente griego, que significa «el alma» (y así soy yo: toda alma), y a veces «mariposa», sentido este último que alude indudablemente a mi apariencia cuando luzco mi nuevo vestido de satén carmesí, con mantelet arábigo celeste, guarnición de agraffas verdes y los siete volantes del auriculas anaranjado. En cuanto a Snobbs, cualquiera que fije en mí sus ojos se dará instantáneamente cuenta de que no puedo llamarme Snobbs. Miss Tabitha Nabo difundió esa especie por pura envidia. ¡Nada menos que Tabitha Nabo! ¡La malvada intrigante! ¿Pero qué se puede esperar de un nabo? Me pregunto si alguna vez oyó el viejo adagio sobre «la sangre que sale de un nabo», etc. (Memorándum: Recordárselo en la primera oportunidad.) (Otro memorándum: Tirarle de la nariz.) ¿Dónde estaba? ¡Ah! Me han asegurado que Snobbs es una corrupción de Zenobia, y que Zenobia era una reina (como yo, pues el Dr. Moneypenny me llama siempre la Reina de Corazones); que tanto Zenobia como Psyche vienen del mejor griego, y que mi padre era «un griego» por lo cual tengo derecho de usar nuestro patronímico, vale decir Zenobia y no Snobbs. Nadie fuera de Tabitha Nabo me llama Suky Snobbs. Yo soy la Signora Psyche Zenobia.
Como he dicho, todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la misma Signora Psyche Zenobia, tan justamente celebrada como secretaria correspondiente de la Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity. El doctor Moneypenny es el autor de esta denominación, y dice que la eligió porque sonaba a grande como una pipa de ron vacía. (A veces este hombre es vulgar, pero siempre profundo.) Todos nosotros agregamos las iniciales de la sociedad a nuestros nombres, como lo hacen los miembros de la R. S. A. (Royal Society of Arts), o la S. D. U. K. (Society for the Diffusion of Useful Knowledge), etc. El doctor Moneypenny afirma de esta última que S. quiere decir «soso», y que D. U. K. se pronuncia como duck, pato (lo que no es cierto), y que, por tanto, la S. D. U. K. significa «el pato soso» y no la sociedad fundada por Lord Brougham. Pero el doctor Moneypenny es un hombre tan original que jamás sé si está diciendo la verdad. De todos modos, nosotros agregamos siempre a nuestros nombres las iniciales P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H. , vale decir: Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity; como se verá, tenemos una letra para cada palabra, lo cual representa un gran adelanto sobre la sociedad de Lord Brougham. El doctor Moneypenny sostiene que esta sigla traduce nuestro verdadero carácter, pero realmente no sé lo que quiere dar a entender.
A pesar de los buenos oficios del doctor y las extenuantes tentativas de la asociación para alcanzar renombre, los resultados fueron nimios hasta el día en que me incorporé a ella. Digamos la verdad: los socios se complacían en discusiones llenas de petulancia. Los artículos que se leían los sábados por la tarde se caracterizaban por su bufonería y no por su profundidad. No era más que crema verbal batida. No se inventaban ni las primeras causas ni los primeros principios. No se investigaba nada. No se prestaba la menor atención al punto más importante: el «ajuste de todas las cosas». En resumen, no se escribía tan bellamente como lo hago yo. Todo era bajo, muy bajo. Ninguna profundidad, ninguna cultura, ninguna metafísica..., nada de lo que los sabios llaman espiritualidad y que los ignorantes prefieren estigmatizar con la denominación de «jerigonza».
Al incorporarme a la sociedad hice todo lo posible por sentar en ella un mejor estilo de pensamiento y de redacción, y el mundo sabe muy bien hasta qué punto lo logré. Producimos actualmente en el P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H. artículos tan excelentes como los que podrían encontrarse en el Blackwood. Menciono el Blackwood, pues me han asegurado que los mejores ensayos sobre cualquier tema deben buscarse en las páginas de tan justamente celebrado magazine. Lo hemos tomado por modelo en todo sentido y, como es natural, estamos conquistando rápida notoriedad. Al fin y al cabo no es tan difícil escribir un artículo que tenga la genuina estampa de los que se publican en el Blackwood, una vez que se ha aprendido la manera de hacerlo. Se entiende que no hablo de los artículos políticos. Todo el mundo sabe cómo se escriben desde que el Dr. Moneypenny nos lo explicó. El señor Blackwood tiene unas tijeras de sastre y tres aprendices que aguardan sus órdenes. Uno de ellos le alcanza el Times, otro el Examiner, y el tercero el Nuevo compendio de insultos en «slang». El señor B. se limita a cortar de ahí y a mezclar. Todo eso se cumple en un momento, y no lleva más que Examiner, insultos en slang y Times, o bien Times, insultos en slang y Examiner, o bien Times, Examiner e insultos en slang.
Pero el mayor mérito de la revista reside en sus diversos artículos, y los mejores responden a lo que el Dr. Moneypenny llama las bizarreries (vaya una a saber lo que significa eso), pero que todo el mundo califica de artículos intensos. Hace mucho tiempo que he aprendido a apreciar esta clase de composiciones, aunque sólo en mi reciente visita a Mr. Blackwood (en calidad de delegada de la asociación) llegué a comprender exactamente el método que se sigue para escribirlas. Trátase de un método muy sencillo, aunque no tanto como el de los artículos políticos. Cuando me presenté ante Mr. Blackwood, expresándole los deseos de la sociedad, me recibió muy amablemente, llevóme a su gabinete y procedió a explicarme con toda claridad el procedimiento aludido.
—Estimada señora —dijo, evidentemente impresionado por mi majestuosa apariencia, pues llevaba el vestido de satén carmesí con agraffas verdes y auriculas anaranjadas—, estimada señora, tenga la bondad de sentarse. La cuestión es la siguiente: En primer término, el escritor de intensidades debe procurarse una tinta muy negra y una gran pluma de tajo bien romo. Y, además, Miss Psyche Zenobia... ¡mucha atención! —agregó luego de una pausa, hablando con gran energía y solemnidad—, ¡mucha atención a lo que voy a decirle! ¡Dicha pluma... jamás... jamás debe ser afilada! Ahí, señora, reside el secreto, el alma de la intensidad. Tomo la responsabilidad de afirmar que jamás un escritor ha producido un buen artículo con una buena pluma, por más grande que fuera su genio. Dé usted por sentado que cuando un manuscrito es legible jamás vale la pena leerlo. Tal es el principio conductor de nuestra fe, y si no asiente usted a él de inmediato, nuestra
conferencia ha llegado a su término.
Hizo una pausa, pero como, naturalmente, yo no quería que nuestra conferencia llegara a su término, me manifesté de acuerdo con algo tan evidente y de cuya verdad no había tenido jamás la menor duda. Pareció complacido y continuó con sus instrucciones.
—Puede resultar odioso, Miss Psyche Zenobia, que la remita a un artículo o a una serie de ellos para que los tome por modelos, y, sin embargo, quisiera llamar su atención sobre algunos. Veamos. Está, por ejemplo, «El muerto vivo», que es algo extraordinario: la crónica de las sensaciones de un señor que fue enterrado antes de exhalar el último aliento; ahí tiene usted un tema lleno de sabor, espanto, sentimiento, metafísica y erudición. Juraría usted que el escritor nació y fue criado en un ataúd. Tenemos luego las «Confesiones de un tomador de opio». ¡Bello, hermosísimo! Imaginación extraordinaria, profunda filosofía, reflexiones agudas, muchísimo fuego y furor, y todo eso bien salpimentado de cosas ininteligibles. Le aseguro que su publicación fue una verdadera golosina, que resbaló deliciosamente por la garganta de los lectores. Todos sostenían que el autor era Coleridge, pero no era así. Lo compuso mi mandril preferido, «Junípero», ayudado por una gran copa de ginebra holandesa con agua, «caliente y sin azúcar». (Imposible me hubiese sido creer esto de no habérmelo asegurado el mismo Mr. Blackwood.) Tenemos luego «El experimentador involuntario», referente a un señor que se quedó encerrado en un horno de pan, del cual salió sano y salvo aunque chamuscado. Y está asimismo «El diario de un médico», cuyos méritos residen en el lenguaje campanudo y el mediocre griego que emplea, cosas ambas que entusiasman al público. Y también mencionemos «El hombre en la campana», un relato, estimada Miss Zenobia, que no puedo menos de recomendarle calurosamente. Trátase de un joven que se queda dormido debajo de una campana y despierta cuando ésta se pone a tocar a difuntos. Los tañidos lo vuelven loco, y entonces, extrayendo papel y lápiz, nos da una crónica de sus sensaciones. Las sensaciones son después de todo lo que cuenta. Si alguna vez le ocurre a usted ahogarse o que la ahorquen, no se olvide de trazar un relato de sus sensaciones; le representará diez guineas por página. Si desea usted escribir con energía, Miss Zenobia, preste toda su atención a las sensaciones.
—Por supuesto que lo haré, Mr. Blackwood —dije.
—¡Muy bien! Veo que es usted una alumna como a mí me gustan. Pero ahora debo ponerla al tanto de los detalles necesarios para componer lo que podríamos denominar un genuino artículo a la manera del Blackwood, es decir, algo sensacional. Y no se extrañará usted si le digo que este tipo de composiciones me parece el mejor para cualquier fin.
»EL primer requisito consiste en meterse en un lío como jamás se haya visto otro semejante. El horno, por ejemplo, era un tema excelente. Pero si no tiene usted ni horno ni campana a mano, y si no le resulta fácil caerse de un globo, ser tragada por un terremoto, o quedar encajada dentro de una chimenea, tendrá que contentarse con la simple imaginación de desventuras similares. De todos modos, yo preferiría que los hechos corroboraran su relato. Nada ayuda tanto a la fantasía como el conocimiento empírico de la cuestión de que se trata. “La verdad es más extraña que la ficción”, como usted sabe, aparte de que viene más al caso.
En este punto le aseguré que disponía de un excelente par de ligas, y que me ahorcaría inmediatamente con ellas.
—¡Muy bien! —repuso—. Hágalo así, aunque ahorcarse ya está muy trillado. Quizá pueda encontrar algo mejor. Tome una dosis de las píldoras de Brandeth y descríbanos luego sus sensaciones. Sea como sea, mis instrucciones se aplicarán igualmente bien a cualquier clase de infortunio, y puede ocurrir que en el camino de vuelta a su casa le den un
palo en la cabeza, la aplaste un ómnibus, la muerda un perro hidrófobo o se ahogue en una alcantarilla. Pero sigamos adelante.
»Una vez elegido el tema, corresponde considerar el tono o manera de su narración. Tenemos el tono didáctico, el tono entusiasta, el tono natural... pero todos ellos son bastante vulgares. Encontramos también el tono lacónico o cortante, que se emplea mucho en los últimos tiempos. Consiste en frases breves, algo así como: Imposible ser más breve. Ni más seco. Dos palabras y punto y aparte. Nunca párrafos largos.
«Tenernos luego el tono elevado, difusivo e interjeccional. Varios de nuestros mejores novelistas patrocinan este tono. Las palabras deben ser como un torbellino, como un trompo zumbador, y sonarán a la manera de este último, lo cual reemplaza ventajosamente el que no tengan ningún sentido. Cuando un escritor se halla demasiado apurado para detenerse a pensar, éste es el mejor de todos los estilos.
»También el tono metafísico es excelente. Si conoce usted algunas palabras retumbantes, ha llegado el momento de emplearlas. Hable de las escuelas jónica y eleática, de Arquitas, Gorgias y Alcmeón. Diga algo sobre la objetividad y la subjetividad. No tenga miedo e insulte a un individuo llamado Locke. Mire desdeñosamente las cosas en general y, cuando se le escape alguna frase demasiado absurda, no se tome la molestia de borrarla; bastará con agregar una nota al pie, diciendo que debe dicha profunda observación a la Kritik der reinen Vernunft o a la Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft. Esto parecerá erudito y... y franco.
»Hay varios otros tonos igualmente célebres, pero sólo mencionaré dos: el tono trascendental y el tono heterogéneo. En el primero, el mérito consiste en ver mucho más allá que cualquier otro en la naturaleza de las cosas. Esta doble vista es sumamente útil si se la maneja bien. La lectura del Dial la ayudará bastante para ello. Evite, en este caso, las grandes palabras; elíjalas lo más pequeñas posible y escríbalas al revés. Examine los poemas de Channing y cite lo que dice acerca de un «hombrecillo gordo con una engañosa exhibición de poder». Agregue alguna cosa sobre la Unidad Suprema. No diga una sola palabra sobre la Dualidad Infernal. Por sobre todo, estudie el arte de la insinuación. Aluda a todo, sin asegurar nada. Si se siente inclinada a escribir “pan con manteca”, por nada del mundo se le ocurra decirlo así. Puede, en cambio, escribir cualquier cosa que se aproxime al pan con manteca. El pastel de alforfón, por ejemplo. O llegar al extremo de insinuar el porridge de avena; pero si su verdadero objeto es el pan con manteca, ¡tenga cuidado, mi querida Miss Psyche, y por nada del mundo vaya a escribir esas palabras!
Le aseguré que no las escribiría mientras viviera. Me besó, continuando luego así:
—Por lo que respecta al tono heterogéneo, consiste en una juiciosa mezcla de todos los otros tonos, en proporciones iguales, y, por tanto, incluye todo lo profundo, grande, extraño, picante, pertinente y bonito.
»Supongamos ahora que ha elegido los incidentes a narrar y el tono. Falta lo más importante, el alma del asunto: aludo al relleno. A nadie se le ocurre suponer que una dama, y aun un caballero, se pase la vida haciendo de ratón de bibliotecas. Y sin embargo es absolutamente necesario que su artículo tenga un aire de erudición, o que por lo menos proporcione pruebas de una vasta información general. Pues bien, le mostraré ahora la manera de conseguirlo. ¡Mire! (Y procedió a sacar tres o cuatro volúmenes de apariencia vulgar y abrirlos al azar.) Si echa una ojeada a cualquiera de estas páginas descubrirá al punto una multitud de fragmentos, ya sea de erudición o de fina espiritualidad, que constituyen lo esencial para salpimentar un artículo a la manera del Blackwood. Convendría que tome nota de unos cuantos a medida que se los leo. Haremos una doble división.
Primero, Hechos picantes para la fabricación de símiles, y segundo, Expresiones picantes a introducir según lo requiera la ocasión. ¡Escriba usted!
Y así lo hice, mientras me dictaba:
—Hechos picantes para símiles. «Al principio sólo hubo tres musas: Melete, Mneme y Aoede: la Meditación, la Memoria y el Canto». Bien elaborado, este pequeño fragmento puede ser muy útil. Bien ve usted que no es muy sabido y que da la impresión de recherché. Tendrá que tener cuidado y presentarlo con un aire franco y natural.
»He aquí otro: “El río Alfeo pasaba por debajo del mar y volvía a salir sin que sus aguas hubieran perdido su pureza”». Esto es un tanto añejo, pero si se lo aliña y se lo presenta debidamente parecerá tan fresco como nunca.
»He aquí algo mejor: “El iris de Persia tiene para algunas personas un perfume tal dulce como penetrante, mientras que otras es completamente inodoro”. ¡Muy bello y cuán delicado! Déle usted unas vueltas y logrará maravillas. Todavía nos quedan otras cosas en la sección botánica. Nada es tan útil, sobre todo con ayuda de una pizca de latín. ¡Escriba! “El Epidendrum Flos aeris de Java produce una hermosísima flor si se arranca la planta de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.” ¡Esto es magnífico! Pero basta ya de símiles. Pasemos a las Expresiones picantes: “La venerable novela china Ju-Kiao-Li”. ¡Excelente! Si intercala usted hábilmente estas pocas palabras, mostrará su íntimo conocimiento del lenguaje y la literatura china. Con esto podrá seguir adelante sin necesidad del árabe, el sánscrito o el chickasaw. Pero, en cambio, resulta imprescindible incluir el español, el italiano, el alemán, el latín y el griego. Le daré una pequeña muestra de cada uno. Cualquier fragmento servirá, ya que todo depende de su habilidad para insertarlo en el artículo. ¡Escriba! “Aussi tendre que Zaire”, tan tierna como Zaira... en francés. Alude a la frecuente repetición de la frase la tendre Zaire, en la tragedia francesa de ese nombre. Bien ubicada, no sólo mostrará su conocimiento de dicho idioma, sino sus conocimientos generales y su ingenio. Puede usted decir, por ejemplo, que el pollo que estaba comiendo (escriba un artículo sobre cómo se ahogó con un hueso de pollo) no era de ninguna manera aussi tendre que Zaire. ¡Escriba!:
Ven, muerte, tan escondida
Que no te sienta venir
Porque el placer del morir
No me torne a dar la vida.
»Esto es español, y su autor, Miguel de Cervantes. Aproveche para deslizarlo en el momento en que exhala los últimos estertores del hueso de pollo. ¡Escriba!:
Il pover’uomo che non se n’era accorto
Andava combattendo ed era morto.
»Notará que se trata de italiano. Es obra del Ariosto. Quiere decir que un gran héroe no se había dado cuenta en el calor del combate de que ya lo habían matado y continuaba combatiendo valientemente. La aplicación de este fragmento a su propio caso cae de su peso, pues confío, Miss Psyche, que no dejará usted de seguir vivita y coleando por lo menos una hora y media después de haberse ahogado mortalmente con el hueso de pollo. ¡Escriba, por favor!:
Und sterb’ich doch, so sterb’ich denn
Durch sie - durch sie!
»Esto es alemán, y de Schiller. “Y si muero, por lo menos muero por ti... por ti!” Está claro que aquí está usted apostrofando a la causa de su desastre, o sea, el pollo. Y la verdad es que me gustaría saber quién no estaría pronto a morir por un buen capón gordo de las Molucas, relleno de alcaparras y hongos, y servido en una ensaladera con jalea de naranja en mosaïques. ¡Escriba! (Por cierto, que los puede comer así en Tortoni.) ¡Escriba, por favor!
»He aquí una preciosa frasecita latina, sumamente rara (nunca se será lo bastante recherché en latín, pues se está volviendo tan vulgar...): ignoratio elenchi. Fulano ha cometido una ignoratio elenchi, es decir, que ha entendido las palabras de lo que usted decía, pero no la idea. Se entiende que a dicho personaje hay que presentarlo como a un tonto, un pobre diablo a quien se dirigió usted mientras se estaba ahogando con el hueso de pollo, y que no comprendió exactamente lo que usted quería decirle. Arrójele a la cara su ignoratio elenchi y con eso lo liquidará para siempre. Si se atreve a replicar, siempre puede decirle con Lucano (aquí está) que sus discursos son menos anemonoe verborum, palabras como anémonas. La anémona, a pesar de su brillo, no tiene olor. Y si se pone a bravuconear, derríbelo con insomnia Jovis, ensueños de Júpiter, frase que Silius Italicus (¡véalo aquí!) aplica a los pensamientos pomposos e hinchados. Esto lo herirá en lo más hondo del corazón. No le quedará más que morirse. ¿Quiere tener la amabilidad de escribir?
»En griego debemos elegir algo bonito, por ejemplo de Demóstenes. Άνερό φεύγων καì πάλύν μακέσεται (Αηετο ρheugοη Καi ραliη mαkesetαi). En Hudibrás hay una traducción pasable:
Pues el que huye puede volver a combatir
Mientras que no podrá hacerlo el que está muerto.
»En un artículo a la manera del Blackwood, nada presenta mejor aspecto que el griego. Hasta los caracteres tienen un aire de profundidad. ¡Observe, señora, el aire astuto de esa épsilon! ¡Y esa phi... realmente debería ser un obispo! ¿Se vio alguna vez un tipo tan listo como esa omicrón? ¡Y esa tau! En fin, que no hay como el griego para un artículo sensacionalista. En este caso, su aplicación es la cosa más evidente del mundo. Profiera la frase acompañada de un sólido juramento, a manera de ultimátum, contra el estúpido que no pudo comprender lo que le decía usted en inglés acerca del hueso del pollo. Ya verá cómo entiende la alusión y desaparece de inmediato.
Tales fueron las instrucciones que Mr. Blackwood pudo proporcionarme sobre el tópico en cuestión, pero comprendí que eran suficientes. Por fin me hallaba capacitada para escribir un genuino artículo a la manera del Blackwood, y me decidí a hacerlo de inmediato. Al despedirme, Mr. Blackwood me hizo una oferta por el artículo, pero como sólo podía ofrecerme cincuenta guineas por página me pareció mejor que quedara en el seno de nuestra sociedad en vez de sacrificarlo por suma tan mezquina. Empero, a pesar de su tacañería, Mr. Blackwood me mostró una alta consideración en todo sentido, tratándome de la manera más cortés. Sus palabras de despedida impresionaron profundamente mi corazón y espero recordarlas siempre con gratitud.
—Mi querida Miss Zenobia —díjome, con lágrimas en los ojos—, ¿puedo hacer algo para ayudar al buen éxito de su laudable empresa? ¡Permítame reflexionar! ¿No sería
posible, por ejemplo, que se ahogara usted en seguida... o se atragantara con un hueso de pollo... o se ahorcara... o se hiciera morder por un...? ¡Ah, espere! Ahora que lo pienso, en el patio hay dos excelentes bulldogs... magníficos ejemplares, le aseguro... absolutamente salvajes... Justamente lo que usted necesita... Seguro que se la comerán con auriculas y todo en menos de cinco minutos... (Aquí está mi reloj.) ¡Piense en las sensaciones! ¡Pues bien... Tom... Peter...! ¡Dick, maldito villano... ! ¿Van a soltar de una vez a los...?
Pero, como yo tenía realmente mucha prisa y no podía perder un momento más, me vi obligada con mucha pena a apresurar mi partida y a marcharme en el acto... quizá algo más bruscamente de lo que la cortesía hubiera exigido en otras circunstancias.
Apenas me separé de Mr. Blackwood, mi objetivo inmediato consistió en seguir su consejo y meterme en alguna dificultad, para lo cual pasé la mayor parte del día dando vueltas por Edimburgo en busca de aventuras desesperadas... aventuras propias de la intensidad de mis sentimientos y bien adaptadas al amplio carácter del artículo que me proponía escribir. Me acompañaron en esta excursión Pompeyo, mi sirviente negro, y Diana, mi perrita, a quienes había traído conmigo desde Filadelfia. Pero sólo hacia el final de la tarde logré triunfar en mi ardua empresa. Y un importante evento tuvo lugar, que el próximo artículo a la manera del Blackwood (en tono heterogéneo) contendrá en sustancia y resultados.


Una malaventura
Continuación del relato precedente

Señora, ¿qué coyuntura os ha afligido así?
(COMUS)

Era una tarde serena y silenciosa cuando eché a andar por la excelente ciudad de Edina. Terribles eran la confusión y el movimiento en las calles. Los hombres hablaban. Las mujeres gritaban. Los niños se atragantaban. Los cerdos silbaban. Los carros resonaban. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban! ¿Era posible? ¡Bailaban! ¡Ay, pensé yo, mis tiempos de baile han pasado! Siempre es así. ¡Qué legión de melancólicos recuerdos despertará siempre en la mente del genio y en la contemplación imaginativa, especialmente la del genio condenado a la incesante, eterna, continua y, como cabría decir, continuada... sí, continuada y continuamente, amarga, angustiosa, perturbadora, y, si se me permite la expresión, la muy perturbadora influencia del sereno, divino, celestial, exaltador, elevador y purificador efecto de lo que cabe denominar la más envidiable, la más verdaderamente envidiable, ¡sí, la más benignamente hermosa!, la más deliciosamente etérea y, por así decirlo, la más bonita (si puedo usar una expresión tan audaz) de las cosas de este mundo! ¡Perdóname, gentil lector, pero me dejo arrastrar por mis sentimientos! En ese estado de ánimo, repito, ¡qué legión de recuerdos se remueven al menor impulso! ¡Los perros bailaban! ¡Y yo no podía bailar! ¡Retozaban... y yo sollozaba! ¡Brincaban... y yo gemía! ¡Conmovedoras circunstancias, que no dejarán de evocar en el recuerdo del lector clásico aquel exquisito pasaje sobre la justeza de las cosas que aparece al comienzo del tercer volumen de la admirable y venerable novela china Yo-Ke-Sé!
En mi solitario paseo por la ciudad me acompañaban dos humildes pero fieles amigos: Diana, mi perra de lanas, la más gentil de las criaturas... Caíale un gran mechón sobre un ojo y llevaba una cinta azul con un lazo a la moda en el cuello. Diana no medía más de cinco pulgadas de alto, pero su cabeza era algo más grande que el cuerpo, y su cola, que le habían cortado demasiado al ras, daba un aire de inocencia ofendida a aquel interesante animal y le ganaba las simpatías generales,
Y Pompeyo, mi negro. ¡Dulce Pompeyo! ¿Te olvidaré alguna vez? Iba yo del brazo de Pompeyo. Tenía tres pies de estatura (me gusta ser precisa) y entre setenta y ochenta años de edad. Tenía las piernas corvas y era corpulento. Su boca no podía considerarse pequeña, ni cortas sus orejas. Pero sus dientes eran como perlas, y deliciosamente puro el blanco de sus grandes ojos. La naturaleza no le había otorgado cuello, colocando sus tobillos (como es frecuente en dicha raza) hacia la mitad de la parte superior de los pies. Vestía con notable sencillez. Sus únicas ropas consistían en una faja de nueve pulgadas y un gabán casi nuevo, que había pertenecido anteriormente al apuesto, majestuoso e ilustre doctor Moneypenny. Era un excelente gabán. Estaba bien cortado. Estaba bien cosido. El gabán era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no juntara polvo.

Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario. Queda la tercera... y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame ataviada con un traje de satén carmesí, que tenía un mantelet arábigo de color celeste. Y el vestido tenía guarnición de agraffas verdes, y los siete volantes del auricula, anaranjados. Constituía yo así el tercer miembro del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo. Estaba yo. Éramos tres. Así es como se dice que en el comienzo sólo había tres Furias: Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria y el Violín.
Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por Diana, recorrí una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina. Repentinamente alzóse ante mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con un alto campanario que subía a los cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me precipité hacia mi destino? Me sentí dominada por el incontrolable deseo de escalar el vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino prevaleció. Entré bajo la ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si en verdad tales ángeles existen? ¡Sí! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro sentido, y duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré y, sin que mis auriculas anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el vestíbulo, tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar.
Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo, girando y subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el sagaz Pompeyo, en cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos tempranos...; sí, no pude dejar de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral había sido suprimido accidentalmente o a propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y en ese instante ocurrió un accidente tan importante desde un punto de vista y asimismo metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Parecióme... aunque en realidad estaba segura... ¡no podía engañarme, no!... que Diana, cuyos movimientos había yo observado ansiosamente... y repito que no podía engañarme..., que Diana había olido una rata. Llamé inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo. No quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida... por Diana. ¡Cielos! ¿Olvidaré jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata... estaba allí... estaba en alguna parte! ¡Y Diana la había olido! Mientras que yo... no. Así también se dice que el iris de Prusia tiene para ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que para otras es completamente inodoro.
La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y la cumbre. Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo pequeño peldaño! Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta suma de felicidad o miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo... ay, pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví ser más cauta, más reservada. Solté el brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita de aguas me siguió de inmediato. Sólo Pompeyo había quedado atrás. Acerquéme al nacimiento de la escalera y lo animé a que subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio obligado a soltar el gabán que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesarán los dioses su persecución?
Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo faldón que arrastra en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó. Cayó hacia adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del... del pecho, precipitándome boca abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos por la lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que arrojé lejos de mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y allí permaneció. Levantóse Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con sus grandes ojos y... suspiró. ¡Oh, dioses... ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y el cabello... la lana! De haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en prueba de arrepentimiento. Pero, ¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se balanceaba entre el cordaje de la campana, me pareció que estaba viva. Me pareció que se estremecía de indignación. Así es como el epicentro Flos Aeris, de Java, produce una hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.
Nuestra querella había terminado y buscamos una abertura por la cual contemplar la ciudad de Edina. No había ninguna ventana. La única luz admitida en aquella lúgubre cámara procedía de una abertura cuadrada, de un pie de diámetro, situada a unos siete pies de alto. Empero, ¿qué no emprenderá la energía del verdadero genio? Resolví encaramarme hasta el agujero. Gran cantidad de ruedas, engranajes y otras maquinarias de aire cabalístico aparecían junto al orificio, y a través del mismo pasaba un vastago de hierro procedente de la maquinaria. Entre los engranajes y la pared quedaba apenas espacio para mi cuerpo; pero estaba enérgicamente decidida a perseverar. Llamé a Pompeyo.
—¿Ves ese orificio, Pompeyo? Quiero mirar a través de él. Te pondrás exactamente debajo... así. Ahora, Pompeyo, estira una mano y déjame poner el pie en ella... así. Ahora la otra, Pompeyo, y en esta forma me treparé a tus hombros.
Hizo todo lo que le mandaba, y descubrí que, al enderezarme, podía pasar fácilmente la cabeza y el cuello por la abertura. El panorama era sublime. Nada podía ser más magnífico. Apenas si me detuve un instante para ordenar a Diana que se portara bien y asegurar a Pompeyo que sería considerada y que pesaría lo menos posible sobre sus hombros. Le dije que sería sumamente tierna para sus sentimientos... ossí tendre que biftec. Y, luego de cumplir así con mi fiel amigo, me entregué con gran vivacidad y entusiasmo a gozar de la escena que tan gentilmente se desplegaba ante mis ojos.
Empero, no me demoraré en este tema. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a Edimburgo, la clásica Edina. Me limitaré a los trascendentales detalles de mi lamentable aventura personal. Después de haber satisfecho en alguna medida mi curiosidad sobre la extensión, topografía y apariencia general de la ciudad, me quedó tiempo para observar la iglesia donde me hallaba y la delicada arquitectura del campanario. Noté que la abertura por la cual había sacado la cabeza era un orificio en la esfera de un gigantesco reloj y que, visto desde la calle, debía parecer el que se usa en los viejos relojes franceses para darles cuerda. Sin duda, su verdadero objeto era permitir que el encargado del reloj sacara por allí el brazo y ajustara las agujas desde adentro. Noté asimismo con sorpresa el inmenso tamaño de dichas agujas, la mayor de las cuales no tendría menos de diez pies de largo y ocho o nueve pulgadas de ancho en su parte más cercana a mí. Parecían de un acero muy sólido y sumamente afiladas. Luego de reparar en dichos detalles y otros más, dirigí nuevamente la mirada hacia el glorioso panorama que se extendía allá abajo, y pronto quedé absorta en
contemplación.
Minutos más tarde me arrancó del mismo la voz de Pompeyo, declarando que no podía sostenerme más y pidiéndome que tuviera la gentileza de bajar. Esto me pareció poco razonable y así se lo dije mediante un discurso de cierta duración. Replicóme con una evidente tergiversación de mis ideas al respecto. Enojéme en consecuencia y le dije lisa y llanamente que era un estúpido, que había cometido una ignorancia del elenco, que sus nociones eran meros insomnios del jueves y que sus palabras apenas valían más que una mona verbosa. Con esto pareció convencido y reanudé mi contemplación.
Habría pasado media hora de este altercado, cuando, absorta como me hallaba en el celestial escenario ofrecido a mis ojos, me sobresaltó la sensación de algo sumamente frío que se posaba suavemente en mi nuca. Inútil decir que me sentí sobremanera alarmada. Sabía que Pompeyo se hallaba bajo mis pies y que Diana seguía sentada sobre las patas traseras en un rincón del campanario, de acuerdo con mis instrucciones explícitas. ¿Qué podía entonces ser? ¡Ay, no tardé en descubrirlo! Girando suavemente a un lado la cabeza, percibí para mi extremo horror que el enorme, resplandeciente, cimitarresco minutero del reloj había descendido en el curso de su revolución horaria hasta posarse en mi cuello. Comprendí que no debía perder un segundo. Me eché hacia atrás... pero era demasiado tarde. Imposible pasar la cabeza por la boca de aquella terrible trampa en la que había caído tan desprevenidamente, y que se hacía más y más angosta con una rapidez demasiado horrenda para ser concebida. La agonía de aquellos instantes no puede imaginarse. Alcé las manos, luchando con todas mis fuerzas para levantar aquella pesadísima barra de hierro. Hubiera sido lo mismo tratar de alzar la catedral. Más, más y más bajaba, cada vez más cerca, más cerca. Grité para que Pompeyo me auxiliara, pero me contestó que había herido sus sentimientos al llamarlo un ignorante verboso. Clamé el nombre de Diana, que sólo me contestó «bow-bow-bow», agregando que le había mandado que no se saliera del rincón. No tenía, pues, que esperar socorro de mis compañeros.
Entretanto la pesada y terrífica guadaña del tiempo (pues ahora descubría el valor literal de la clásica frase) no se había detenido ni parecía dispuesta a hacerlo. Continuaba bajando más y más. Había ya hundido su filoso borde en mi cuello, penetrando más de una pulgada, y mis sensaciones se tornaron indistintas y confusas. En un momento dado me creí en Filadelfia, con el majestuoso Dr. Moneypenny, y en otro me vi en el estudio de Mr. Blackwood, recibiendo sus impagables instrucciones. Y luego me invadió el dulce recuerdo de tiempos pasados y mejores, y pensé en la época feliz, cuando el mundo no era un desierto, ni Pompeyo tan cruel.
El tic-tac de la máquina me divertía. Digo que me divertía, pues mis sensaciones bordeaban ahora la perfecta felicidad, y las más triviales circunstancias me proporcionaban vivo placer. El eterno tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj era la más melodiosa de las músicas en mis oídos y llegaba a recordarme las graciosas arengas y sermones del Dr. Ollapod. Y luego estaban los grandes números en la esfera del reloj... ¡Cuán inteligentes, cuan intelectuales parecían! Muy pronto empezaron a bailar una mazurca y me pareció que el número V era quien lo hacía más a mi gusto. No cabía duda de que era una dama bien educada. Nada de fanfarronería, nada de indelicado en sus movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando como un torbellino sobre su eje. Me esforcé por alcanzarle una silla, pues parecía fatigada por el esfuerzo... y sólo entonces recobré la conciencia de mi lamentable situación. ¡Oh, cuán lamentable! La aguja se había introducido dos pulgadas más en mi cuello. Nació en mí una sensación de dolor exquisito. Rogué que la muerte llegara y en la agonía de aquel momento no pude impedirme repetir aquellos admirables
versos del poeta Miguel de Cervantes:
Vanny Buren, tan escondida
Query no te senty venny
Pork and pleasure delly morry
Nommy, torny, darry, widdy!
Pero ya un nuevo horror se presentaba, capaz de conmover los nervios más templados. A causa de la cruel presión de la máquina, mis ojos se estaban saliendo de las órbitas. Mientras pensaba cómo podría arreglármelas sin su ayuda, uno de ellos saltó de mi cabeza y, rodando por el empinado frente del campanario, se alojó en un caño de desagüe que corría por el alero del edificio. La pérdida del ojo no fue tan terrible como el insolente aire de independencia y desprecio con que me siguió mirando cuando estuvo fuera. Allí estaba, en la canaleta, debajo de mis narices, y los aires que se daba hubieran sido ridículos de no resultar repugnantes. Jamás se vieron guiñadas y bizqueos semejantes. Esta conducta por parte de mi ojo en la canaleta no sólo era irritante por su manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino que resultaba sumamente incómoda a causa de la simpatía siempre existente entre los dos ojos de la cara, por más alejados que se hallen uno del otro. Me veía, pues, obligada a guiñar y bizquear, me gustara o no, en exacta correspondencia con aquel objeto depravado que yacía debajo de mis narices. Pero pronto me alivió la caída de mi otro ojo, el cual siguió la dirección del primero (probablemente se habían puesto de acuerdo), y ambos desaparecieron por la canaleta, con gran alegría de mi parte.
La aguja del reloj se hallaba ahora cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello y sólo quedaba por cortar un pedacito de piel. Mis sensaciones eran las de una perfecta felicidad, pues comprendía que en pocos minutos a lo sumo me vería libre de tan desagradable situación. Y no me vi defraudada en mi expectativa. Exactamente a las cinco y veinticinco de la tarde el pesado minutero avanzó lo suficiente en su terrible revolución para dividir el trocito de cuello faltante. No lamenté ver que mi cabeza, causa de tantas preocupaciones, terminaba por separarse completamente del cuerpo. Primero rodó por el frente del campanario, detúvose unos segundos en el caño de desagüe y, finalmente, se precipitó al medio de la calle.
Confieso honestamente que mis sentimientos eran ahora de lo más singulares; aún más, misteriosos, desconcertantes e incomprensibles. Mis sentidos estaban aquí y allá en el mismo momento. Con la cabeza imaginaba en un momento dado que yo, la cabeza, era la verdadera Signora Psyche Zenobia; pero en seguida me convencía de que yo, el cuerpo, era la persona antedicha. Para aclarar mis ideas al respecto tanteé en mi bolsillo buscando mi cajita de rapé, pero al encontrarla y tratar de llevarme una pizca de su grato contenido a la parte habitual de mi persona, advertí inmediatamente la falta de la misma y arrojé la caja a mi cabeza, la cual tomó un polvo con gran satisfacción y me dirigió una sonrisa de reconocimiento. Poco más tarde, se puso a hablarme, pero como me faltaban los oídos escuché muy mal lo que me decía. Alcancé a comprender lo suficiente, sin embargo, para darme cuenta de que la cabeza estaba sumamente extrañada de que yo deseara seguir viviendo bajo tales circunstancias. En sus frases finales citó las nobles palabras de Ariosto:
Il pover hommy che non sera corty
Andaba combattendo y erry morty,
comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que ya estaba muerto y seguía luchando con inextinguible valor. Ya nada me impedía descender de mi elevación, y así lo hice. Jamás he podido saber qué vio de particular Pompeyo en mi apariencia. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiera partir nueces con los párpados. Finalmente, arrojando su gabán, dio un salto hasta la escalera y desapareció. Vociferé tras del villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O’Phlegethon, qué pálido que estás,
y me volví hacia la muy querida de mi corazón, la del único ojo a la vista, la lanudísima «Diana». ¡Ay! ¿Qué horrible visión me esperaba? ¿Vi realmente a una rata que se volvía a su cueva? ¿Y eran estos huesos los del desdichado angelillo, cruelmente devorado por el monstruo? ¡Oh dioses! ¡Qué contemplo! ¿Es ése el espíritu, la sombra, el fantasma de mi amada perrita, que diviso allí sentado en el rincón con melancólica gracia? ¡Escuchad, pues habla y, cielos... habla en el alemán de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun
Duk she! Duk she!
¡Ay! ¡Cuan verdaderas sus palabras!
Y si he muerto, al menos he muerto
Por ti... por ti.
¡Dulce criatura! ¡También ella se ha sacrificado por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza, ¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.




3 comentarios:

  1. Este es la historia más perturbadora que tube oportunidad de leer de Poe. recuerdo la primera vez que lo leí, y sigo teniendo ese mismo sentimiento de perturbación desde hace ya 3 años

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  2. Crei que estas historias hablaban de Algernon Blackwood, pero Poe vivio antes que él, ¿alguien sabe si se refueren a alguien real o solo es un cuento?

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    1. No, nada que ver con Algernon. Se refiere a una revista de la época, en este cuento Poe se burla del mundo editorial

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