El Rincón de Poe


--Vida, cuentos y poemas de Edgar Allan Poe.


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viernes, 24 de junio de 2011

"El diablo en el campanario" "Mixtificación"


 Relatos de Edgar A. Poe, Vol.22

El diablo en el campanario

¿Qué hora es?
(Antiguo adagio)


Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es —o era, ¡ay!— la villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna distancia de cualquiera de los caminos principales, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deber que me impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa rígida imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado para decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen, en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad determinable.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto —algunas agudas, algunas eruditas, algunas todo lo contrario— soy incapaz de elegir ninguna que pueda considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg —que casi coincide con la de Kroutaplenttey— deba ser prudentemente preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss —Vonder, lege Donder— Votteimittiss, quasi und Bleitziz —Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.
No obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como lo vemos actualmente. El hombre más viejo de la villa no recuerda la menor diferencia en el aspecto de cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola insinuación de semejante posibilidad es considerada un insulto. La aldea está situada en un valle perfectamente circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente, rodeado por encantadoras colinas cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con
la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada del otro lado.
En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas) se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada casa tiene un jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no por ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de abundantes tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro, muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial los tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo. Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde encuentran espacio para la gubia.
Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas y altas, y tienen no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de un reloj.
Los hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo. Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón de azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por bromear.
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados zapatos con hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para ponerle tan elegante como al gato.
Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más al respecto. Toda la diferencia reside en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los miembros del Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos mucho más grandes que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes resoluciones:
«Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.»
«Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y
«Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.»
Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario, donde existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero.
El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero esta obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde el más remoto período de la antigüedad al cual hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero de Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más perfectamente respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su levita son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es doble, sino triple.
Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera que sufrir un cambio!
Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del otro lado de las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas. Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto muy
extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro, medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio de ellos, hizo un chassez aquí, un balancez allá y luego, después de una pirouette y de un pas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el campanero tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las campanadas.
—¡Una! —dijo el reloj.
—¡Uuna! —repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de cuero, en Vondervotteimittiss—. ¡Uuna! —dijo también su reloj—. ¡Una! —dijo
también el reloj de su mujer—. ¡Uuna! —los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.
—¡Dos! —continuó la gran campana.
—¡Tos! —repitieron todos los relojes.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! —respondieron los otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —asintieron las pequeñas.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Toce! —replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
—¡Y las toce son! —dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.
—¡Trece! —dijo.
—¡Der Teufel! —boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo, dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
—¡Der Teufel! —gimieron—. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
—¿Qué le pasa a mi fiendre? —gimieron todos los muchachos—. ¡Ya tebo esdar hambriento a esda hora!
—¿Qué le pasa a mi rebollo? —chillaron todas las mujeres—. ¡Ya tebe esdar deshecho a esta hora!
—¿Qué le pasa a mi biba? —juraron los viejos y pequeños señores—. ¡Druenos y cendellas! —y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo impenetrable.
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando, aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que una persona razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía continuamente con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo pensarlo. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy O’Rafferty».
Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss,
expulsando de la torre al pequeño individuo.


Mixtificación

Mixtificación
¡Diantre! Si éstos son tus «pasos» y tus «montantes»,
no quiero saber nada de ellos.
(NED KNOWLES)

El barón Ritzner von Jung descendía de una noble familia húngara, cuyos miembros, hasta donde permiten asegurarlo antiquísimas y fidedignas crónicas, se habían destacado por esa especie de grotesquerie imaginativa de la cual Tieck, descendiente también de la familia, ha dado una ejemplificación tan vívida, aunque no la mejor.
Mi relación con Ritzner comenzó en el magnífico castillo de los Jung, al cual una serie de extrañas aventuras que no deseo hacer públicas me llevó en los meses de estío de 18... Fue allí donde gané su estima y, lo que era más difícil, un primer atisbo de su conformación mental. En tiempos posteriores estos atisbos se hicieron más profundos, y más estrecha la intimidad entre los dos; por eso, al encontrarnos otra vez en G...n, luego de tres años de separación, sabía todo lo que se necesitaba saber del carácter del barón Ritzner von Jung.
Recuerdo el rumor de expectativa que su llegada provocó en el recinto de la universidad la noche del 25 de junio. Recuerdo también claramente que, si todos los presentes lo declararon a primera vista «el hombre más notable del mundo», ninguno se esforzó por fundamentar su opinión. Tan innegable parecía el hecho de que fuera único, que toda pregunta sobre las razones de esa rareza hubieran resultado impertinentes. Pero, dejando esto de lado por el momento, me limitaré a observar que desde su llegada a la universidad el barón empezó a ejercer sobre los hábitos, modales, personas, faltriqueras y propensiones de la comunidad que lo rodeaba una influencia tan vasta como despótica, y al mismo tiempo tan indefinida como inexplicable. Así, el breve período de su residencia en la universidad constituyó una era en sus anales, y fue desde entonces denominada por los que pertenecían a ella o a sus descendientes como «aquella extraordinaria época de la denominación del barón Ritzner Von Jung».
A su llegada a G...n, Von Jung fue a visitarme a mis habitaciones. Carecía en aquel entonces de edad, con lo cual quiero decir que resultaba imposible hacerse una idea de sus años basándose en su apariencia personal. Lo mismo podía haber tenido quince que cincuenta, y en realidad tenía veintiún años y siete meses. Nada de apuesto había en él, más bien lo contrario. El contorno de su rostro era angular y áspero. Tenía una frente tan alta como hermosa, nariz chata, ojos grandes, pesados, vidriosos e inexpresivos. Pero en la boca había más terreno de observación. Los labios sobresalían ligeramente y estaban siempre apretados, al punto que sería imposible imaginar otra combinación de rasgos, por más compleja que fuera, capaz de producir de manera tan total y sencilla la impresión de gravedad, de solemnidad y reposo.
De lo que ya he adelantado se deducirá que el barón constituía una de esas anomalías humanas que se encuentran una que otra vez, y que hacen de la ciencia de las bromas el estudio y la ocupación de su vida. Una especial conformación de su mente lo capacitaba instintivamente para esta ciencia, mientras su aspecto físico le proporcionaba grandes facilidades para llevarla a la práctica. Estoy firmemente convencido de que en la época tan
curiosamente llamada «de la dominación» del barón Ritzner von Jung, ninguno de los estudiantes de G...n sospechó jamás el misterio que envolvía su persona. Lo repito: estoy convencido de que nadie, fuera de mí, imaginó nunca que el barón era capaz de una broma fuera verbal o de hecho; antes hubieran acusado al viejo bulldog del jardín, al fantasma de Heráclito o a la peluca del emérito profesor de teología. Y esto mientras saltaba a los ojos que los más egregios e imperdonables artificios, extravagancias y bufonadas tenían por causa al barón, si no de manera directa, al menos por su intermedio o connivencia. La belleza, si así puedo llamarla, de su arte mystifique residía en la consumada habilidad —resultante de un conocimiento casi intuitivo de la naturaleza humana, y de un admirable dominio de sí mismo—, mediante la cual el barón lograba aparentar que las extravagancias que preparaba se producían a pesar de sus laudables esfuerzos para impedirlas y para mantener el buen orden y la dignidad de la casa de estudios. La profunda, la punzante, la sobrecogedora mortificación que el fracaso de sus meritorios esfuerzos dibujaba en cada rasgo de su semblante no dejaba la menor sombra de duda en el ánimo de sus compañeros más escépticos. Y no era menos digna de observación la habilidad que tenía para hacer derivar lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a las absurdas consecuencias que de ella nacían. Jamás, antes de conocer al barón, había visto que un bromista escapara a las consecuencias inevitables de sus maniobras, es decir, que lo ridículo acabara por contaminar a su propia persona. Mi amigo, en vez, aunque envuelto continuamente en una atmósfera de capricho, daba la impresión de vivir tan sólo para las formas sociales más severas, y ni siquiera los miembros de su propia casa pensaron jamás en asociar a la memoria del barón Ritzner Von Jung otras nociones que las de rigidez y majestad.
Durante la época de su residencia en G...n, parecía como si el demonio del dolce far niente dominara como un incubo la universidad. Nada se hacía allí que no fuera comer, beber y divertirse. Las habitaciones de los estudiantes se habían convertido en sendas tabernas, y ninguna de ellas tenía tanta fama ni estaba tan concurrida como la del barón. Nuestras juergas eran numerosas, turbulentas y continuas, llenas siempre de incidentes.
Cierta vez habíamos prolongado la fiesta hasta el alba después de beber una insólita cantidad de vino. Fuera del barón y de mí, había siete u ocho asistentes. La mayoría eran jóvenes adinerados y de abolengo, orgullosos de su alcurnia y todos ellos imbuidos de un exagerado sentimiento del honor. Abundaban en las opiniones más ultragermánicas acerca del duelo. Estas opiniones quijotescas se habían visto vigorizadas por ciertas publicaciones aparecidas en París, así como por tres o cuatro duelos de resultado fatal que habían tenido lugar en G...n; por eso pasamos la mayor parte de la noche discutiendo entusiastamente aquel tema tan absorbente como apasionante.
El barón, que durante la primera parte de la fiesta se había mostrado extrañamente silencioso y abstraído, pareció por fin salir de su apatía, intervino en la conversación y disertó sobre los beneficios y, sobre todo, las bellezas del código de etiqueta imperante en materia de duelos caballerescos, haciéndolo con un ardor, una elocuencia y un apasionamiento tan grandes que provocó el entusiasmo de todos sus oyentes, y aún de mí mismo, que sabía perfectamente cómo el barón se burlaba en el fondo de aquellas mismas cosas que ahora defendía, y consideraba la fanfaronade de la etiqueta del duelo con el soberano desdén que ésta merece.
Mirando a mi alrededor en el curso de una de las pausas del discurso de mi amigo (del cual mis lectores podrán formarse una débil idea si digo que se parecía a la manera fervorosa, cantante, monótona y, sin embargo, musical del sentencioso Coleridge), advertí
que uno de los presentes evidenciaba síntomas de un interés más que común. Este caballero, al que llamaré Hermann, era muy original en todo sentido —salvo, quizá, en el hecho muy general de ser un perfecto tonto—. Había llegado a gozar en cierto sector de la universidad de gran reputación como profundo pensador metafísico y, según creo, como discurridor lógico. Asimismo disfrutaba de gran renombre como duelista, aun en G...n; he olvidado el número exacto de víctimas que habían sucumbido a sus manos, pero eran varias. No cabe dudar de que era hombre valiente, pero su orgullo se fundaba principalmente en el minucioso conocimiento de la etiqueta del duelo y la exquisitez de su sentido del honor. Estas cosas constituían una manía que habría de acompañarlo hasta su muerte. Para Ritzner, siempre a la búsqueda de lo grotesco, aquellas peculiaridades le habían ofrecido ya amplio campo para sus bromas. Y aunque yo lo ignoraba, no tardé en darme cuenta esta vez de que mi amigo se traía entre manos alguna de las suyas, y que Hermann era el destinatario.
A medida que el barón adelantaba en su discurso —o más bien monólogo— advertí que la excitación de su auditor iba en aumento. Por fin intervino, objetando un punto sobre el cual Ritzner insistía entusiastamente, y dio detalladas razones para su oposición. A éstas contestó también en detalle el barón, sin alterar su tono de exagerado entusiasmo, terminando sus palabras con algo que me pareció de pésimo gusto, es decir, con un sarcasmo y una reflexión irónica.
La manía de Hermann se manifestó entonces en toda su fuerza. Fácil era advertirlo en la estudiada minuciosidad de su réplica. Me acuerdo perfectamente de sus últimas palabras:
—Permítame decir, barón Von Jung, que, si bien sus opiniones son en general correctas, en varios puntos me parecen ignominiosas para usted y para la universidad de la cual forma parte. Ciertos puntos no merecen siquiera que los refute seriamente. Y aun diría más, señor mío, si no temiera ofenderlo (y aquí sonrió amablemente); diría que sus opiniones no son las que cabe esperar de un caballero.
Cuando Hermann hubo pronunciado esta equívoca frase, todos los ojos se volvieron hacia el barón. Éste se puso pálido y luego muy rojo; dejando caer el pañuelo, se agachó para recogerlo, momento en el cual alcancé a atisbar en su rostro una expresión que no podía ser apreciada por ninguno de los asistentes. Aquel rostro estaba radiante y mostraba el aire zumbón que constituía su verdadero carácter, pero que jamás le había visto asumir, salvo cuando estábamos a solas y él se permitía una completa libertad.
Un instante después se puso en pie, enfrentando a Hermann; jamás he vuelto a ver tan instantáneo cambio de expresión. Hasta pensé por un momento que me había equivocado y que el barón procedía con la más absoluta seriedad. Parecía contenerse para no estallar, y su rostro estaba blanco como el de un cadáver. Guardó silencio breve tiempo, como si luchara por dominar sus emociones. Luego, pareciendo haberlo logrado en parte, alzó un vaso que había a su alcance y, mientras lo aferraba con fuerza, le oímos decir:
—El lenguaje que ha creído usted adecuado utilizar para dirigirse a mí, Mynheer Hermann, es tan objetable que no tengo tiempo ni paciencia para señalárselo en detalle. De todos modos, decir que mis opiniones no son las que cabe esperar de un caballero constituye una observación tan ofensiva que sólo me permite adoptar una línea de conducta. La cortesía, empero, no me permite olvidar que estos señores y usted mismo son mis huéspedes. Me perdonará, pues, que, teniendo en cuenta esta consideración, me aparte ligeramente de lo que se acostumbra entre caballeros en casos análogos de afrenta personal. Perdóneme por imponer un ligero trabajo a su imaginación, si le pido que considere por un instante que el reflejo de su persona en ese espejo es Mynheer Hermann en persona.
Aceptado esto, no habrá la menor dificultad. Arrojaré este vaso de vino contra su imagen en el espejo con lo cual cumpliré en espíritu, ya que no al pie de la letra, lo que me corresponde hacer frente a su insulto, evitando al mismo tiempo ejercer contra usted una violencia física.
Y con estas palabras lanzó el vaso colmado de vino contra el espejo colgado frente a Hermann, golpeando la parte que reflejaba su imagen y, como es natural, rompiendo el cristal en mil pedazos. Todos los presentes se pusieron de pie al unísono y abandonaron la estancia, con excepción de Ritzner y de mí. En momentos en que Hermann salía, el barón me susurró al oído que lo siguiera y le ofreciera mis servicios. Así lo hice, sin saber qué pensar a ciencia cierta de tan ridículo asunto.
El duelista aceptó mi asistencia con su aire estirado y ultra recherché y, luego de tomarme del brazo, me guió a sus habitaciones. Trabajo me costó no reírmele en la cara mientras procedía a discutir, con la más profunda gravedad, lo que denominaba el «carácter refinadamente peculiar» del insulto que había recibido. Luego de una aburridora arenga en su estilo habitual, extrajo de la biblioteca cantidad de polvorientos volúmenes que trataban del duello, y me retuvo largo tiempo leyéndome fragmentos de los mismos y comentándolos profusamente. Tenía en sus manos la Ordenanza de Felipe el Hermoso sobre el combate singular, el Teatro del honor, de Favyn, y el tratado Sobre la autorización para los duelos, de Andiguier. Exhibió, además, pomposamente las Memorias de duelos, de Brantôme, publicado en Colonia, 1666, en caracteres elzevirianos, preciso y único volumen en papel vitela, con espaciosos márgenes y encuadernado por Derôme. Pero me llamó especialmente la atención, con aire de misteriosa sagacidad, sobre un espeso volumen en octavo, escrito en latín bárbaro por un tal Hedelin, un francés, que ostentaba el raro título de Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. De este libro me leyó uno de los capítulos más raros del mundo, concerniente a las Injurioe per applicationem, per constructionem, et per se, la mitad de lo cual, según me aseguró, se aplicaba estrictamente a su propio y «refinadamente peculiar» caso, aunque a mí me fue totalmente imposible comprender una sola sílaba de lo que me leyó.
Terminado el capítulo, Hermann cerró el libro y me preguntó qué consideraba oportuno en la circunstancia. Repuse que tenía la mayor confianza en la delicadeza y refinamiento de sus sentimientos, y que me atendría a lo que propusiera. Pareció lisonjeado con la respuesta y sentóse a escribir un mensaje al barón. Decía así:
Señor: Mi amigo Mr. P... le hará entrega de esta nota. Considero de mi incumbencia solicitarle que tenga a bien darme una explicación sobre lo ocurrido esta noche en sus aposentos. En caso de que declinara usted hacerlo, Mr. P... está conforme en arreglar, con la persona designada por usted, los detalles preliminares de un encuentro.
Con la expresión de mi profundo respeto, su muy humilde servidor.
Johann Hermann
Al barón Ritzner von Jung
18 de agosto de 18...
No sabiendo qué podía hacer mejor, llevé la epístola a Ritzner. Inclinóse al presentársela, y con grave expresión me rogó que me sentara. Luego de haber leído el cartel de desafío, escribió la siguiente respuesta, que llevé a Hermann:
Señor: Por intermedio de nuestro común amigo Mr. P... he recibido su carta de la fecha.
Luego de reflexionar, admito francamente la conveniencia de la explicación sugerida por usted. Admito esto, me veo en gran dificultad (debido a la naturaleza refinadamente peculiar de nuestro desacuerdo y de la afrenta personal de que soy responsable) para expresar lo que tengo que decir por vía de explicación, en forma tal que satisfaga las minuciosas exigencias y los variados matices del presente caso. Deposito toda mi confianza, sin embargo, en la delicadísima discriminación en cuestiones vinculadas con la etiqueta, que ha dado a usted un renombre tan eminente y duradero. En la plena certidumbre de ser comprendido, pues, me permito no expresar mis sentimientos personales sino remitir a usted a las opiniones del Sieur Hedelin, tales como figuran en el noveno párrafo del capítulo Injurioe per applicationem, per constructionem, et per se de su Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. La finura de su discernimiento en las materias allí tratadas será suficiente, estoy seguro, para convencerlo de que la mera circunstancia de que yo lo remita a ese admirable pasaje bastará para satisfacer su caballeresco pedido de una explicación.
Con la expresión de mi profundo respeto, su muy obediente servidor.
Von Jung
Al señor Johann Hermann
18 de agosto de 18...
Hermann comenzó la lectura de esta carta con el entrecejo fruncido, pero no tardó en sonreír de la manera más ridículamente vanidosa al llegar a la jerigonza sobre las Injurioe per applicationem, per constructionem, et per se. Una vez que hubo terminado, me pidió con la más suave de las sonrisas que tomara asiento, mientras consultaba el tratado en cuestión. Buscando el pasaje especificado, lo leyó para sí con gran cuidado y luego, cerrando el libro, me solicitó en mi carácter de amigo personal que expresara al barón Von Jung su profundo reconocimiento ante tan caballeresco proceder, y que le asegurara que la explicación ofrecida era de naturaleza tan honorable como satisfactoria.
Un tanto sorprendido por esto, retorné a los aposentos del barón, quien pareció recibir el amistoso mensaje de Hermann como si fuera la cosa más natural del mundo. Luego de conversar conmigo unos instantes, pasó a otra habitación, de la cual regresó trayendo el inmortal tratado Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. Alcanzándome el volumen, me pidió que leyera una parte del mismo. Traté de hacerlo sin resultado, pues no me era posible comprender una sola sílaba. Ritzner tomó entonces el libro y me leyó un capítulo en voz alta. Para mi gran sorpresa, lo que leía resultó ser el más absurdo de los relatos acerca del duelo entre dos mandriles...
No tardó mi amigo en explicarme el misterio, mostrándome que aquel volumen, contra lo que aparentaba prima facie, estaba escrito siguiendo el sistema de los versos disparatados de Du Bartas; es decir, que las palabras habían sido ingeniosamente dispuestas para producir una apariencia inteligible y hasta de profundidad conceptual, aunque en realidad aquello no tenía pies ni cabeza. La clave del libro consistía en leer una palabra de cada tres, con lo cual surgían una serie de ridiculas chanzas sobre un combate celebrado en nuestros tiempos.
El barón me informó más tarde que se las había arreglado para que Hermann conociera el tratado dos o tres semanas antes de la aventura, y que por el tono general de su conversación se había dado cuenta de que lo había estudiado atentamente y que estaba convencidísimo de que era una obra de raro mérito. Basándose en esto, puso en práctica su broma. Hermann se hubiera dejado matar diez mil veces antes de reconocer su incapacidad
para comprender cualquiera de las cosas que en este mundo se llevan escritas sobre el duelo.





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