El Rincón de Poe


--Vida, cuentos y poemas de Edgar Allan Poe.


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jueves, 23 de junio de 2011

"Von Kempelen y su descubrimiento" "El cuento mil y dos de Scheherazade" "Conversación con una momia"

Relatos de Edgar A. Poe,  Vol. 17

"Quiero aclarar algo con respecto al segundo cuento "El cuento mil y dos de Scheherazade" este tenia un montón de notas a pie de pagina, eran imposibles de eliminar pues eran sumamente importantes para el cuento, estas notas estan anexadas justo alado del dialogo al que pertenecen, señaladas entre parentsis y con letras mas pequeña.
Por cierto, ese relato es excelente, si leíste las mil y una noches conocerás bien los increíbles relatos que se encuentran ahí, pues bien, eso no es nada en comparación con las maravillas que podemos aprender gracias a la ciencia moderna (y cuando digo ciencia moderna me refiero a la del siglo XIX, imaginence la sorpresa del califa su supiera algo del siglo XXI) "


Von Kempelen y su descubrimiento


Después del minucioso y detallado artículo de Arago, por no decir nada del resumen en el Silliman’s Journal, conjuntamente con la prolija declaración del teniente Maury, que acaba de publicarse, no se supondrá que, al presentar unas pocas observaciones a vuelapluma sobre el descubrimiento de Von Kempelen, pretendo considerar el tema desde un punto de vista científico. Tan sólo deseo decir unas palabras sobre Von Kempelen mismo (a quien tuve el honor de conocer hace unos años, si bien superficialmente), ya que todo lo que a él se refiere tiene en estos momentos gran interés; y, en segundo término, considerar de manera general y especulativa los resultados de su descubrimiento.
No sería inútil, sin embargo, preceder estas rápidas observaciones con la más enfática negación de algo que parecería una opinión generalizada (recogida, como es usual en estos casos, de los periódicos), o sea que el descubrimiento, tan asombroso como incuestionable, carece de precedentes.
Consultando el Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle and Munroe, Londres, 150 págs.) se verá, en las páginas 53 y 82, que este ilustre químico no sólo había concebido la idea en cuestión, sino que avanzó considerablemente, por la vía experimental, en el mismo análisis tan triunfalmente llevado a su término por Von Kempelen, quien, a pesar de no hacer la menor alusión a dicho Diario, le debe (lo digo sin vacilar, y puedo probarlo en caso necesario) la primera noción, por lo menos, de su propia empresa. Aunque ligeramente técnico, no puedo dejar de citar dos pasajes del Diario que contienen una de las ecuaciones de Sir Humphrey.
[Dado que carecemos de los signos algebraicos necesarios, y el Diario puede consultarse en la biblioteca del Ateneo, omitimos aquí una pequeña parte del manuscrito de Mr. Poe.-ED.]
El párrafo del Courier and Enquirer, que tanto circula actualmente en la prensa, y que se propone reivindicar la invención a favor de un tal Mr. Kissam, de Brunswick, Maine, me da la impresión de ser apócrifo por varias razones, aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la declaración. No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su modo. No se lo siente como cierto. Las personas que describen hechos, pocas veces son tan minuciosas como Mr. Kissam con respecto a fechas y localizaciones precisas. Además, si Mr. Kissam efectuó realmente el descubrimiento que sostiene en la época indicada —hace casi ocho años—, ¿cómo es posible que no tomara instantáneamente medidas para cosechar los inmensos beneficios que para sí mismo, si no para la humanidad, el más patán de los hombres hubiera sabido que podían derivarse del descubrimiento? Me resulta increíble que un hombre sensato haya podido descubrir lo que afirma Mr. Kissam y procedido, sin embargo, tan puerilmente —o tan tontamente— como éste admite haber procedido. Dicho sea de paso: ¿quién es Mr. Kissam? Todo el pasaje del Courier and Enquirer, ¿no será una superchería destinada solamente a «hablar por hablar»? Confesemos que tiene un aire de burla muy marcado. En mi humilde opinión, poco puede confiarse en él; y si no supiera muy bien por experiencia cuan fácilmente se dejan embarcar los hombres de ciencia en cuestiones que exceden sus especialidades, me quedaría asombradísimo al ver a un químico tan eminente como el profesor Draper discutiendo con toda seriedad las pretensiones de Mr. Kissam sobre el descubrimiento.
Pero volvamos al Diario de Sir Humphrey Davy. Este folleto no estaba destinado al público, aun después del fallecimiento del autor, como cualquier persona conocedora del oficio literario puede comprobar con un sucinto análisis del estilo. En la página 1, por ejemplo, hacia el medio, leemos lo siguiente acerca de las investigaciones de Davy sobre el protóxido de ázoe: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por análoga a una suave presión en todos los músculos». Que la respiración no había «disminuido», no sólo resulta claro del contexto siguiente, sino del uso del plural «fueron». No hay duda de que la frase quería decir: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, (dichas sensaciones) disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por (una sensación) análoga a una suave presión en todos los músculos». Otros cien ejemplos parecidos demuestran que el manuscrito tan desconsideradamente publicado no era más que un cuaderno de apuntes destinado tan sólo a los ojos del autor; pero bastará la lectura del folleto para convencer a toda persona razonante de que lo que sugiero es verdad. Sir Humphrey Davy era el hombre menos indicado para comprometerse en materia científica. No sólo le disgustaba extraordinariamente todo charlatanismo, sino que tenía un temor casi mórbido a aparecer empírico; es decir, que por más convencido que estuviera de haber encontrado el buen camino sobre el tema en cuestión, jamás hubiera hablado de él hasta no tener todo listo para una demostración práctica concluyente. Estoy convencido de que sus últimos momentos hubieran sido muy amargos de haber sospechado que sus deseos de que el Diario (lleno de especulaciones inmaduras) fuese quemado no habrían de cumplirse, como, al parecer, ocurrió. Digo «sus deseos», pues no creo que pueda dudarse de que entre los diversos papeles que habrían de ser quemados figuraba también esta libreta de apuntes. Si escapó de las llamas para buena o mala suerte, aún está por verse. Que los pasajes citados más arriba, juntamente con los otros aludidos, dieron a Von Kempelen la noción de su descubrimiento, es cosa que no discuto; pero repito que está por verse si este trascendental descubrimiento (trascendental bajo cualquier circunstancia) servirá o perjudicará a la larga a la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos más íntimos recogerán una rica cosecha sería locura dudarlo. Y no se mostrarán tan poco inteligentes como para no comprar cantidad de propiedades y de tierras, vale decir para realizar bienes de valor intrínseco.
En la breve explicación proporcionada por Von Kempelen, que apareció en el Home Journal, y que ha sido reproducida cantidad de veces desde entonces, el traductor ha cometido varios errores al verter el original alemán, que, según afirma, proviene de un reciente número del Schnellpost de Presburg. No hay duda de que Viele ha sido mal interpretado, como ocurre frecuentemente, y que lo que el traductor vierte como «tristezas» es probablemente leiden, que, traducido correctamente como «sufrimientos», daría un carácter por completo diferente al texto; de todos modos, mucho de esto no pasa de ser una conjetura mía.
Von Kempelen está muy lejos de ser un «misántropo», por lo menos en apariencia y al margen de lo que pueda verdaderamente ser. Me vinculé con él de manera fortuita, y apenas tengo derecho de afirmar que lo conozco; pero haber visto y hablado a un hombre de tan prodigiosa notoriedad como la que ha alcanzado o alcanzará dentro de pocos días no es poca cosa en los tiempos que corren.
El Literary World habla de él con gran seguridad, afirmando que nació en Presburg (engañado quizá por el artículo de The Home Journal), pero me agrada poder afirmar positivamente —pues lo sé por él mismo— que es nativo de Utica, en el Estado de Nueva York, aunque, según creo, sus padres eran originarios de Presburg. La familia está
emparentada de alguna manera con Mäelzel, célebre por su autómata jugador de ajedrez. [Si no nos equivocamos, el nombre del inventor del autómata era Kempelen, Von Kempelen, o algo parecido. ED.]
Físicamente es un hombre robusto, de baja estatura, con grandes y prominentes ojos azules, cabello y patillas de un rubio arenoso, boca grande, pero agradable; hermosos dientes, y, según creo, nariz aguileña. Tiene un pie defectuoso. Se expresa francamente, y en su actitud general hay mucho de bonhomía. Tomado en conjunto, su aspecto, su lenguaje y sus actos son lo menos parecido a los de «misántropo» que jamás se haya visto. Hace seis años nos encontramos en el hotel Earl, en Providence, Rhode Island, y calculo que en total conversé con él unas tres o cuatro horas. Sus temas principales eran los del día, y ninguna de sus palabras me llevó a sospechar sus aptitudes científicas. Dejó el hotel antes que yo, a fin de trasladarse a Nueva York, y de allí a Bremen. Su gran descubrimiento se dio a conocer primeramente en esta ciudad, o, mejor dicho, fue allí donde primeramente se sospechó lo que había descubierto. He aquí lo que sé del ya inmortal Von Kempelen, pero me ha parecido que estos pocos detalles interesarían al público.
Poca duda puede caber de que la mayoría de los maravillosos rumores que corren sobre este asunto son puras invenciones, dignas de tanto crédito como la historia de la lámpara de Aladino, y, sin embargo, en un caso como éste, como en el de los descubrimientos de California, es evidente que la verdad puede ser más extraña que la ficción. La siguiente anécdota, por lo menos, está tan bien confirmada que podemos creer implícitamente en ella.
Von Kempelen careció siempre de recursos durante su residencia en Bremen; muchas veces, según era sabido, se vio obligado a apelar a recursos extremos a fin de conseguir míseras sumas de dinero. Cuando se produjo la sensacional falsificación en la casa Gutsmuth & Co., las sospechas recayeron sobre él, por cuanto había comprado una propiedad importante en la calle Gasperitch, y al ser interrogado sobre la forma en que se había procurado el dinero para la compra, no dio jamás una explicación. Finalmente lo arrestaron; pero, como no se le pudo comprobar nada definitivo, fue puesto en libertad. La policía seguía, no obstante, vigilándolo de cerca y descubrió que con frecuencia abandonaba su casa, siguiendo siempre el mismo camino, hasta burlar invariablemente a sus seguidores en las vecindades de ese laberinto de estrechos y sinuosos pasajes conocido por el ostentoso nombre de «Dondergat». Por fin, después de mucha perseverancia, lo encontraron en la buhardilla de una vieja casa de siete pisos, en una callejuela llamada Flatzplatz, y al irrumpir bruscamente en la habitación vieron a Von Kempelen entregado, según se imaginaron, a sus maniobras de falsificación. Mostróse de tal manera agitado que los policías no tuvieron la menor duda de que era culpable. Luego de colocarle las esposas, revisaron la habitación o, mejor dicho, las habitaciones, pues parece que ocupaba toda la mansarde.
Contigua a la buhardilla donde lo habían atrapado había una cámara de diez pies por ocho, equipada con algunos aparatos químicos cuya naturaleza no ha sido aún precisada. En un rincón de la cámara aparecía un pequeño horno donde ardía un intenso fuego; sobre éste se hallaba una especie de doble crisol, es decir, dos crisoles comunicados por un tubo. Uno de éstos aparecía lleno de plomo en fusión, que no alcanzaba a la abertura del tubo, situada cerca del borde. El otro crisol contenía cierto líquido que, al entrar los policías, se evaporaba a gran velocidad. Afirmaron éstos que, al verse acorralado, Von Kempelen aferró los crisoles con ambas manos (que tenía enguantadas, sabiéndose más tarde que los guantes eran de amianto) y arrojó su contenido al piso de baldosas. Fue entonces cuando lo esposaron, y antes de requisar las habitaciones examinaron sus ropas, sin encontrar nada
extraordinario, salvo un paquete en el bolsillo de la chaqueta, el cual, según se verificó más tarde, contenía una mezcla de antimonio y una sustancia desconocida en proporciones casi iguales. Hasta ahora todos los esfuerzos por analizar la mencionada sustancia han fracasado, pero no cabe duda de que se terminará por averiguar su composición
Saliendo de la cámara con su prisionero, los policías pasaron por una especie de antecámara donde no se encontró nada de importancia, y entraron en el dormitorio del químico. Inspeccionaron allí cajones y estantes, sin hallar más que algunos papeles, así como una cantidad de monedas legítimas de plata y oro. Por fin, mirando debajo de la cama descubrieron un gran baúl ordinario de fibras, sin bisagras, cierre ni cerradura, cuya tapa había sido descuidadamente puesta a través de la parte principal. Al tratar de extraer el baúl de debajo de la cama, los tres policías, todos ellos robustos, descubrieron que sus fuerzas reunidas no eran capaces de «moverlo ni una sola pulgada». Después de mucho asombrarse, uno de ellos se metió debajo de la cama y, mirando dentro del baúl, exclamó:
—¡Con razón no podíamos moverlo! ¡Está lleno hasta el borde de pedazos de bronce viejo!
Luego de poner los pies en la pared para contar con un buen punto de apoyo, y de empujar con todas sus fuerzas mientras sus compañeros lo ayudaban, el policía logró al fin con mucha dificultad que el baúl resbalara hasta asomar fuera de la cama, permitiendo el examen de su contenido. El supuesto bronce que lo llenaba consistía en trozos pequeños y regulares, cuyo tamaño iba desde el de un guisante hasta el de un dólar; todos los trozos eran de forma irregular, más o menos chatos, y en conjunto daban la impresión «del plomo cuando se lo arroja al suelo en estado de fusión y se lo deja enfriar así».
Pues bien, ninguno de los oficiales de policía sospechó en aquel momento que dicho metal podía ser otra cosa que bronce. La idea de que fuera oro no les entró en la cabeza, naturalmente; ¿cómo podría haber sido de otra manera? Y bien cabe suponer su estupefacción cuando al día siguiente se supo en todo Bremen que aquel «montón de bronce» tan desdeñosamente transportado a la comisaría, sin que nadie se tomara la molestia de echarse al bolsillo un solo pedazo, no solamente era oro, oro de verdad, sino un oro mucho más puro que el que se emplea para acuñar moneda; oro absolutamente puro, virgen, sin la más insignificante aleación.
No necesito extenderme en detalles sobre la confesión de Von Kempelen y su excarcelación, pues son bien conocidas por el público. Nadie que se halle en su sano juicio puede dudar ya de que ha realizado, en espíritu y de hecho, si no al pie de la letra, la vieja quimera de la piedra filosofal. Las opiniones de Arago merecen, ni que decirlo, la mayor consideración; pero Arago no es infalible, y lo que dice del bismuto en su informe a la Academia debe ser tomado cum grano salis. La sencilla verdad es que, hasta este momento, todos los análisis han fracasado, y que mientras Von Kempelen no nos proporcione la clave del enigma que él mismo ha hecho público lo más probable es que la cosa siga durante años in statu quo. Todo lo que honestamente cabe considerar como sabido es que el oro puro puede fabricarse a voluntad y muy fácilmente, partiendo del plomo combinado con ciertas sustancias cuyas clase y proporciones son desconocidas.
Abundan las conjeturas, como es natural, sobre los resultados inmediatos y mediatos de este descubrimiento —el cual no dejará de ser relacionado por las personas reflexivas con el creciente interés que existe en general por el oro luego de los últimos episodios en California—. Y esto nos lleva a otra cosa: lo excesivamente inoportuno del hallazgo de Von Kempelen. Si muchos se abstuvieron de aventurarse en California temerosos de que el oro perdiera de tal modo el valor por la cantidad de minas descubiertas, y que ir a buscarlo
tan lejos no proporcionara beneficio, ¿qué impresión producirá ahora en la mente de los que se disponen a emigrar, y especialmente en aquellos que ya se encuentran en las regiones auríferas, el anuncio del asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Pues este descubrimiento hará que, fuera de su valor intrínseco para los fines de la metalurgia, el oro no valga (ya que es imposible suponer que Von Kempelen pueda guardar mucho tiempo su secreto) más de lo que vale el plomo y muchísimo menos que la plata. Muy difícil es, por cierto, especular anticipadamente sobre las consecuencias del descubrimiento; pero hay algo que puede afirmarse, y es que, si el anuncio del mismo se hubiese hecho seis meses atrás, hubiera tenido consecuencias muy graves para las colonias californianas.
En Europa, hasta ahora, sus resultados más notables han consistido en un aumento del dos por ciento en el precio del plomo y casi veinticinco por ciento en el de la plata.




 El cuento mil y dos de Scheherazade


La verdad es más extraña que la ficción.
(Antiguo adagio)


En el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve hace poco oportunidad de consultar el Tellmenow Isitsöornot, obra que, a semejanza del Zohar, de Simeón Jochaides, es muy poco conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un norteamericano (si exceptuamos, quizá, al autor de las Curiosidades de la literatura norteamericana); como decía, tuve oportunidad de leer algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al descubrir que el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del destino de Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en Las mil y una noches. En efecto, si bien el dénouement de dicho destino, como se lo consigna allí, no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a la realidad.
Para toda información sobre tan interesante tópico remito al lector inquisitivo al Isitsöornot; pero, entretanto, se me perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí en este libro.
Se recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes, un califa a quien no faltan buenas razones para sentirse celoso de su real esposa, no sólo la condena a muerte, sino que hace solemne promesa —por su barba y el Profeta— de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo.
Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una puntualidad y un método que le valen gran renombre como persona de mucha devoción y buen sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias, sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha ocurrido una idea.
La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el país del asolador impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en la empresa como corresponde a toda heroína.
De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más meritorio su sacrificio), Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa por el miedo que tenía al visir), pero al hacerlo da a entender claramente a los interesados que, gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas la promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade insiste en casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa nada de la situación.
Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda, debió leer a Maquiavelo) tenía preparado un pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto especioso que ya he olvidado, se las arregló para que en la noche de bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la pareja real como para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos tuvo buen cuidado de despertar al excelente monarca, su

esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer el cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz muy baja a su hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia no había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya era tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador —cosa muy poco preferible a la de ser ahorcada, aunque ligeramente más gentil.
Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios religiosos, induciéndolo a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con intención y esperanza de enterarse por la noche qué había ocurrido al final con el gato negro (pues creo que era negro) y la rata.
Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada final al gato negro y a la rata (que era azul), sino que, antes de darse cuenta de lo que hacía, se vio arrastrada por el intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me engaño, a un caballo color rosa (con alas verdes) que se movía violentamente gracias a un mecanismo de relojería, al cual se daba cuerda con una llave color índigo. Este relato interesó al califa mucho más que el primero, y como amaneció sin que hubiera terminado (pese a los esfuerzos de la sultana por concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio que aplazar otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente ocurrió algo parecido, con resultados similares; y también a la siguiente, y a la otra... Hasta que, al fin, el buen monarca, después de haberse visto inevitablemente privado de cumplir su promesa durante nada menos que mil y una noches, olvidóla completamente al vencerse el término, se hizo relevar de ella en la forma habitual, o —lo que es más probable— se limitó a quebrarla, al mismo tiempo que la cabeza de su padre confesor. Sea como fuere, Scheherazade, que, como descendiente directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas de charla que esta última dama, como es sabido, cosechó al pie de los árboles en el jardín del Edén, acabó triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido.
Ahora bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como la conocemos) es indudablemente muy justa y agradable, pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho más agradable que verdadera. Debo al Isitsöornot la rectificación de este error. Le mieux —dice un proverbio francés— est l’ennemi du bien, y al mencionar que Scheherazade había heredado las siete cestas de la charla, hubiera debido agregar que las puso a interés compuesto hasta que llegaron a ser setenta y siete.
—Querida hermana —dijo en la noche mil y dos (transcribo literalmente los términos del Isitsöornot—, ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me siento culpable de una gran indiscreción por haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo, está roncando, lo cual no es propio de un caballero) la verdadera conclusión de la historia de Simbad el marino. Este personaje pasó por muchas otras e interesantes aventuras aparte de las que os he contado, pero, a decir verdad, aquella noche me sentía un tanto soñolienta y preferí abreviar mi relato. ¡Oh infame proceder, del cual espero que Alá me perdone! Pero aún no es demasiado tarde para remediar mi negligencia y, tan pronto haya pellizcado un par de veces al califa y éste se despierte lo bastante como para cesar sus horribles ruidos, procederé a narrarte (y también a él, si así lo desea) la continuación de esta notable historia.
La hermana de Scheherazade, según noticias del Isitsöornot, no se manifestó demasiado entusiasmada ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes
pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y finalmente dijo «¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió (por cuanto se trataba indudablemente de palabras árabes) que el monarca era todo atención y que trataría de no seguir roncando; la reina, repito, reanudó sin perder más tiempo la historia de Simbad el marino.
—Por fin, cuando ya era viejo —contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su voz—, después de gozar de muchos años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído una vez más por el deseo de visitar países lejanos; y un día, sin advertir a mi familia de mis intenciones, preparé algunos fardos de mercancías que aliaban la riqueza al poco bulto y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara, bajé con ellas a la costa para esperar algún navío que quisiera sacarme del reino, rumbo a alguna región que no hubiera explorado todavía.
»Luego de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo los árboles y miramos el océano, esperando percibir algún navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Me pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y murmullo, y el mozo de cuerda afirmó que también él lo oía. No tardó en hacerse más intenso, y crecía en forma tal que no podíamos dudar del rápido acercamiento del objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente de tamaño hasta convertirse en un enorme monstruo, nadando con gran parte del cuerpo fuera del agua. Avanzó hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando enormes masas de espuma con el pecho e iluminando la parte del océano por el cual avanzaba con una larga línea de fuego que se extendía hasta perderse en la distancia.
»Cuando aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda claridad. Su largo era comparable al de tres árboles entre los más altos, y su ancho semejante a la gran sala de audiencias de vuestro palacio, ¡oh el más sublime y munífico de los califas! Su cuerpo no se parecía en nada al de los peces ordinarios; sólido como de roca, era de un negro azabache en toda la extensión que sobresalía del agua, a excepción de una angosta faja rojo sangre que lo circundaba por completo. El vientre, oculto por el agua, pero que veíamos por momentos cuando el monstruo subía y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto de escamas metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con tiempo neblinoso. Su lomo era chato y casi blanco, y de él surgían hacia lo alto seis espinas de una altura casi igual a la mitad de su largo.
»Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero para compensar este defecto se hallaba provisto de veinte ojos por lo menos, que sobresalían de las órbitas como los de la libélula verde y se distribuían alrededor del cuerpo en dos hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo sangre que parecía una especie de ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los demás y daban la impresión de ser de oro macizo.
«Aunque, como he dicho, la bestia se nos acercaba con enorme rapidez, parecía movida por artes de nigromancia, pues no tenía aletas como las de un pez, ni patas membranosas como un pato, ni alas como la concha marina a quien el viento impulsa como si fuera un barco. Tampoco se contorsionaba para avanzar, como la anguila. La cabeza y la cola se parecían muchísimo, salvo que a poca distancia de esta última había dos agujeros que servían de narices y por las cuales el monstruo exhalaba un espeso aliento con violencia prodigiosa, produciendo un agudo y desagradable sonido.
»Grandísimo fue nuestro espanto al contemplar cosa tan horrible, pero pronto se vio superado por el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura una gran cantidad de animales de la misma forma y tamaño que los hombres y sumamente parecidos
a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un hombre), sino que la naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la piel como para que los pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por turbantes, pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba de dispositivos calculados para mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los hombros. Noté que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como los que ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse pueda, por no calificarlo de espantoso.
»Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos, proyectó repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la bestia, con una trompeta en la mano; llevándosela a la boca, no tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido proferidos por la nariz.
»Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le pregunté qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones, así como de la naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor que lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desgracias a la humanidad; que aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a gatos y perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos y perversos propósitos de los genios malignos.
»Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría con no menor celeridad, pero en dirección opuesta, al punto que logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente, aunque no puedo ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a verlo jamás.
»En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de inmediato mar afuera.
»Me arrepentí entonces amargamente de haber abandonado un hogar confortable para arriesgar la vida en semejantes aventuras; pero como aquellas lamentaciones no servían de nada, traté de mejorar en lo posible mi situación, buscando asegurarme la buena voluntad del animal-hombre que esgrimía la trompeta, y que parecía ejercer autoridad sobre los otros. Tan bien lo logré que, pocos días más tarde, aquella criatura me dio varios
testimonios de su favor, y llegó por fin a molestarse en enseñarme los rudimentos de lo que sería vano denominar un lenguaje; pero gracias a ello me fue posible hacerme entender de aquella criatura y expresarle mis ardientes deseos de ver el mundo.
»—Patapún catabón tirilín Simbad, mantantirulirulá rataplán chin pún —me dijo cierto día, después de cenar—. Pero me apresuro a pedir mil perdones, pues olvidaba que Vuestra Majestad ignora el dialecto de los “cockneys” (como se denominaban los animales-hombres, quizá porque su lenguaje constituía el eslabón entre el caballo y el gallo) (-Cockneys, denominación popular de los londinenses. Poe lo escribe Cockneigh, o sea, gallo-relincho.-) .Con vuestro permiso lo traduciré: “Patapún catabón”, etc., significa: “Me alegra descubrir, querido Simbad, que eres un excelente individuo; por nuestra parte, estamos cumpliendo ahora algo que se llama circunnavegación del globo, y ya que tienes tantos deseos de ver mundo, cerraré los ojos y te daré un pasaje gratis en el lomo de la bestia”.
El Isitsöornot declara que, cuando la dama Scheherazade hubo llegado a este punto, el califa se volvió sobre el lado derecho y dijo:
—Ciertamente, querida reina, es muy sorprendente que hayas omitido hasta ahora estas últimas aventuras de Simbad. ¿Sabes que las encuentro tan entretenidas como extrañas?
Habiéndose expresado así el califa, según nos cuentan, la hermosa Scheherazade continuó su relato con las siguientes palabras:
—«Agradecí su gentileza al animal-hombre —dijo Simbad— y pronto me hallé muy a mi gusto sobre la bestia, que nadaba a velocidad prodigiosa a través del océano, a pesar de que éste, en la parte del mundo donde nos hallábamos, no era plano, sino redondo como una granada, por lo cual puede decirse que todo el tiempo subíamos y bajábamos por él.»
—Esto me parece sumamente raro —interrumpió el califa.
—Empero, es muy cierto —replicó Scheherazade.
—Lo dudo —dijo el monarca—, pero ruégote que tengas la bondad de seguir con tu relato.
—Así lo haré —continuó la reina—. «La bestia —continuó Simbad— nadaba hacia arriba y abajo, hasta que llegamos a una isla de muchos cientos de millas de circunferencia que, a pesar de su tamaño, había sido levantada en mitad del océano por una colonia de pequeños seres semejantes a las orugas» (-La coralina.-).
 —¡Hum! —dijo el califa.
—«Al abandonarla isla —continuó Simbad (pues Scheherazade no hizo caso de aquella
intempestiva interjección de su esposo)— llegamos a otra donde había bosques de piedra
tan duros que rompían el filo de las hachas más templadas, con las cuales tratamos de cortar
sus árboles» (-«Una de las más notables curiosidades naturales de Tejas es un bosque petrificado cerca de la cabecera del río Pasigno. Hay allí varios centenares de árboles erectos, que se han vuelto de piedra. Algunos árboles, en curso de crecimiento, se hallan ya parcialmente petrificados. He aquí un hecho sorprendente para la filosofía natural, que debería inducirla a modificar la teoría usual de la petrificación» (Kennedy).
Esta noticia, recibida primeramente con incredulidad, ha sido corroborada por el descubrimiento de una entera selva petrificada cerca de la cabecera del río Cheyenne o Chienne, que nace en las Colinas Negras de las Montañas Rocosas.
Quizá no haya en todo el globo espectáculo más notable, tanto desde el punto de vista geológico como pintoresco, que el ofrecido por el bosque petrificado vecino a El Cairo. Luego de pasar frente a las tumbas de los califas, situadas más allá de las puertas de la ciudad, el viajero toma hacia el sur, casi en ángulo recto con el camino que va a Suez por el desierto, y luego de atravesar unas diez millas de un valle bajo y estéril, cruza una serie de médanos que durante un trecho han corrido paralelamente a él. La escena que se presenta entonces asu vista es indescriptiblemente extraña y desolada. Una inmensidad de fragmentos de árboles, convertidos en piedra, tan duros que los cascos del caballo les arrancan un sonido como de acero, se extiende por millas y millas hacia todos lados, en forma de floresta arruinada y caída. La madera tiene una coloración muy oscura, pero conserva perfectamente su forma; los trozos miden de uno a quince pies de largo y de medio a tres pies de espesor, y están tan juntos que un asno puede abrirse apenas camino entre ellos; tan natural es su aspecto que, de hallarse en Escocia o Irlanda, se tendría la impresión de estar frente a un pantano desecado, en el cual los árboles exhumados se pudren al sol. En muchos casos las raíces y los brotes son perfectos, viéndose en algunos los agujeros causados por los gusanos en la corteza. Los más delicados canales de la savia y las partes más finas del centro de los troncos no presentan la menor alteración, como se comprueba examinándolos con las más poderosas lentes de aumento. El conjunto se ha petrificado a tal punto, que raya el cristal y admite un pulimento completo (Revista Asiática-).
—¡Hum! —dijo nuevamente el califa; pero Scheherazade no le prestó atención y siguió hablando con las palabras de Simbad:
—«Más allá de esta isla llegamos a un país donde había una caverna que entraba treinta o cuarenta millas en las entrañas de la tierra y que contenía mayores, más grandes y magníficos palacios que los existentes en Damasco y Bagdad juntas. Del techo de estos palacios colgaban miríadas de gemas, semejantes a diamantes, pero más grandes que un hombre; entre las calles llenas de torres, pirámides y templos, corrían inmensos ríos negros como el ébano, pululantes de peces sin ojos». (- La caverna del Mamut, en Kentucky.-)
—¡Hum! —dijo el califa.
—«Nadamos luego a una región del mar donde hallamos una elevadísima montaña, de cuyas laderas caían torrentes de metal fundido, algunos de ellos de doce millas de ancho y sesenta de largo (-En Islandia, en l783-); de un abismo en lo alto surgían cantidades tales de cenizas, que el sol había quedado completamente oculto en el cielo, y estaba más oscuro que en la más tenebrosa medianoche; aun a ciento cincuenta millas de aquella montaña era imposible ver el más blanco de los objetos, aunque lo pusiéramos contra los ojos» (-«Durante la erupción del Hecla, en 1766, las nubes de ceniza produjeron una oscuridad tan grande que, en Glaumba, situada a más de cincuenta leguas de la montaña, la gente sólo podía encontrar tanteando su camino. Durante la erupción del Vesubio en 1794, en Caserta, a cuatro leguas de distancia, sólo se podía andar a la luz de las antorchas. El 1o. de mayo de 1812, una nube de cenizas y arenas, brotadas de un volcán en la isla de San Vicente, cubrió la totalidad de las Barbados, extendiendo sobre ellas una oscuridad tal que, a mediodía y al aire libre, no se percibían los árboles ni los objetos más cercanos; ni siquiera un pañuelo blanco colocado a seis pulgadas de los ojos» (Murray, pág. 215, Phil. edit.).-).
—¡Hum! —dijo el califa.
—«Luego de alejarnos de esta costa, la bestia continuó su viaje hasta llegar a una tierra donde la naturaleza de las cosas parecía haberse invertido, pues vimos un gran lago en cuyo fondo, a más de cien pies bajo la superficie, florecía con toda su vegetación un bosque de altos y exuberantes árboles» (-«En 1790, durante un terremoto en Caracas, parte del suelo de granito se hundió, formando el lecho de un lago de ochocientas yardas de diámetro y de ochenta a cien pies de profundidad. Formaba parte del bosque de Aripao, que se hundió con él, y los árboles se mantuvieron verdes bajo el agua durante varios meses» (Murray, pág. 221-).
—¡Hola! —dijo el califa.
—«Cientos de millas más allá encontramos un clima donde la atmósfera era tan densa que sostenía el hierro o el acero, tal como el nuestro sostiene una pluma» (-Bajo la acción del soplete el acero más duro se reduce a un polvo impalpable, que flota en la atmósfera.-).
—¡Azúcar! —dijo el califa.
—«Siguiendo siempre la misma dirección, llegamos a la región más admirable y magnífica de la tierra. Corría por ella un río de varios miles de millas de longitud. Era de insondable profundidad y de mayor transparencia que el ámbar. Su ancho variaba de tres a seis millas y sus márgenes se alzaban perpendicularmente hasta mil doscientos pies de altura, coronados por árboles de follaje perenne y flores del más dulce perfume, que convertían aquel territorio en un maravilloso jardín. Pero tan exuberante región se llamaba el Reino del Horror, y penetrar en él representaba inevitablemente la muerte» (-La región del Níger. Cf. el Colonial Magazine de Simmona-).
—¡Toma! —dijo el califa.
—«Nos alejamos a prisa de aquel reino y, tras algunos días, llegamos a otro donde nos asombró descubrir miradas de monstruosos animales que tenían en la cabeza cuernos semejantes a guadañas. Aquellas horrorosas bestias cavan vastas cavernas en forma de túnel, disponiendo su entrada en forma tal que los animales que pisan las piedras que la forman se precipitan al interior de la guarida de los monstruos, quienes les chupan inmediatamente la sangre, transportando luego desdeñosamente sus restos a mucha distancia de las “cavernas de la muerte”» (-El Myrmeleon, hormiga-león. El término «monstruo» es igualmente aplicable a cosas anormales pequeñas que a grandes, mientras epítetos tales como «vastas» son meramente relativos. La caverna del myrmeleon es vasta si se la compara con el hormiguero de la hormiga roja común. Un grano de sílex es también una «piedra».-).

—¡Bah! —dijo el califa.
—«Continuando nuestro viaje, avistamos una zona donde hay vegetales que no crecen en el suelo, sino en el aire (-El Epidendron, Flos Aeris, de la familia de las orquídeas, se limita a fijar el extremo de sus raíces en un árbol u otro objeto, del cual no deriva alimento alguno, pues subsiste tan sólo del aire.-).  Algunos surgían de la sustancia de otros vegetales(-Schouw afirma que hay una clase de plantas que crecen sobre animales vivientes: las Plantae Epizooe. A esta clase pertenecen los Fuci y Algae. Mr. J. B. Williams, de Salem, Mass., dio a conocer al Instituto Nacional un insecto procedente de Nueva Zelandia, acompañado de la siguiente descripción: «El Hotte, que es una oruga o gusano, crece al pie del árbol Rata, y a su vez hay una planta que crece en su cabeza. Estos extraños y maravillosos insectos trepan hasta lo alto de los árboles Rata y Perriri y, penetrando en ellos desde la copa, perforan el tronco hasta alcanzar la raíz; salen luego a la superficie y mueren o se adormecen, mientras la planta se propaga partiendo de su cabeza: el cuerpo permanece entero y perfecto y es más duro que cuando estaba vivo. Los nativos extraen de este insecto un colorante para sus tatuajes.»-) ; y había algunos que ardían como si fueran un fuego intenso (-En las minas y cavernas naturales hay una especie de fungus criptógamo que emite una inmensa fosforescencia.-); otros que andaban de un lado a otro según su voluntad, (-La orquídea, la escabiosa y la valisneria-),y, lo que era aún más extraordinario, descubrimos flores que vivían, respiraban y movían sus partes a voluntad, y que compartían la detestable pasión humana por la esclavitud, sumiendo a otros seres en horribles y solitarias prisiones hasta que cumplían determinadas tareas» (-«La corola de esta flor (Arístolochia Clematitis) es tubular, pero termina en lo alto en un miembro ligulado, siendo globular en su base. La parte tubular tiene en su interior pelos muy duros, que apuntan hacia abajo. La parte globular contiene el pistilo, consistente tan sólo en un germen y estigma, junto con los estambres que los rodean. Los estambres, más cortos que el germen, no pueden descargar el polen de manera de volcarlo en el estigma, pues la flor se mantiene siempre vertical hasta después de la fecundación. Por eso, de no recibir alguna ayuda adicional, el polen caerá necesariamente en el fondo de la flor. Pues bien, la ayuda proporcionada en este caso por la naturaleza es la del Tiputa Pennicornis, pequeño insecto que penetra por el tubo de la corona en busca de miel, baja hasta el fondo y se pasea hasta quedar enteramente cubierto de polen; como le es imposible volver a subir, dada la posición de los pelos mencionados, que convergen como los alambres de una trampa para ratones, y sintiéndose impaciente por su encarcelamiento, se mueve en todas direcciones buscando una salida, hasta que, luego de atravesar repetidas veces el estigma, lo deja cubierto de suficiente polen como para que se produzca la fecundación, a consecuencia de la cual la flor no tarda en inclinarse, mientras los pelos se contraen a los lados del tubo, abriendo una fácil salida al insecto» (Reverendo P. Keith, Sistema de botánica fisiológica).-).

—¡Cómo! —dijo el califa.
—«Al salir de esta tierra no tardamos en llegar a otra donde las abejas y los pájaros son matemáticos de tanto genio y erudición que diariamente enseñan geometría a los entendidos del imperio. Cierta vez que el rey ofreció una recompensa por la solución de dos dificilísimos problemas, ambos quedaron instantáneamente aclarados, el uno por las abejas y el otro por los pájaros. Como el rey guardó la solución en secreto, sólo después de complicadísimas investigaciones y trabajos y de escribir infinidad de voluminosos libros en infinidad de años llegaron los matemáticos del reino a las mismas soluciones que las abejas y los pájaros habían dado en el acto» (-Desde que las abejas existen, han construido sus celdillas con el número de lados, la cantidad y el ángulo de inclinación (como se ha demostrado en una investigación matemática que implicaba los más profundos principios de esta ciencia) que se requieren para obtener el mayor espacio compatible con la mayor estabilidad de la estructura de la colmena.
A fines del siglo pasado, los matemáticos se plantearon la cuestión de «determinar la mejor forma posible para las alas de un molino, de acuerdo con su distancia variable desde las aspas y desde los centros de revolución». Se trata de un problema extraordinariamente complejo, pues consiste en hallar la mejor solución posible para una infinidad de distancias y una infinidad de puntos. Los matemáticos más ilustres hicieron miles de tentativas inútiles para resolver el problema; cuando, por fin, se llegó a una respuesta exacta, descubrióse que las alas de un pájaro coincidían con ella de la manera más exacta, desde que el primer pájaro echó a volar por el espacio.-)
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—¡Demonio! —dijo el califa.
—«Apenas había perdido de vista este imperio, cuando llegamos a otro, desde cuyas playas vimos volar una bandada de pájaros de una milla de ancho y doscientas cuarenta millas de largo; es decir, que, aun volando a razón de una milla por minuto, se requirieron cuatro horas para que pasara sobre nosotros la entera bandada, en la cual había varios millones de pájaros» (-«El teniente F. Hall observó una bandada de pájaros que sobrevolaba Frankfort y el territorio de Indiana, y cuyo ancho era de una milla; tardó cuatro horas en pasar, lo cual, a un promedio de una milla hora, da una extensión de 240 millas. Si suponemos que había tres pájaros por cada yarda, el total se componía de 2.230.272.000 animales» (Viajes por Canadá y Estados Unidos).-).

—¡Camelo! —dijo el califa.
—«Tan pronto habíamos quedado libres de estos pájaros, que mucho nos molestaron, vimos surgir un ave de otra especie, infinitamente más grande que los rocs que había encontrado en mis anteriores viajes; era más grande que la mayor de las cúpulas de vuestro serrallo, ¡oh el más magnífico de los califas! Este terrible pájaro no tenía cabeza visible, sino que parecía formado enteramente por un vientre de prodigioso grosor y redondez, constituido por una sustancia muy suave, lisa, brillante y de franjas coloreadas. El monstruo llevaba en sus garras (a su guarida, en las nubes, sin duda) una casa cuyo techo había probablemente arrancado, y en cuyo interior vimos claramente a varios seres humanos que parecían tan empavorecidos como desesperados por el espantoso destino que les aguardaba. Gritamos con todas nuestras fuerzas, esperando que el pájaro se asustara y soltara la presa; pero se limitó a exhalar una especie de resoplido, como de cólera, y luego dejó caer sobre nuestras cabezas un pesado saco que resultó estar lleno de arena.»
—¡Cuentos chinos! —dijo el califa.

—«Muy poco después de esta aventura encontramos un continente de vastísima extensión y prodigiosa solidez, el cual descansaba enteramente sobre el lomo de una vaca color celeste que tenía no menos de cuatrocientos cuernos» (-«La tierra está sostenida por una vaca azul, que tiene cuernos en número de cuatrocientos» (El Corán).-).

—Esto sí lo creo —dijo el califa—, pues he leído algo por el estilo en algún libro.
—«Pasamos por debajo de este continente, nadando entre las piernas de la vaca, y horas después nos encontramos en una región maravillosa que, según me informó el animal-hombre, era su propio país, habitado por seres de su misma especie. Esto aumentó muchísimo el concepto que de él tenía y empecé a avergonzarme del desprecio y la familiaridad con que lo había tratado hasta ahora. En efecto, descubrí que los animales-hombres constituían una nación de grandes magos que vivían con la cabeza llena de gusanos (-El Entozoa, gusano intestinal, ha sido repetidas veces observado en los músculos y en la materia gris humana (cf. Wyatt, Fisiología, pág. 143).-), gusanos57, los cuales sin duda servían para estimularlos con sus dificultosos retorcimientos y coletazos, a fin de que alcanzaran los más asombrosos grados de imaginación.»
—¡Disparates! —dijo el califa.
—«Entre los magos había diversos animales domésticos de lo más singulares. Por ejemplo, vimos un enorme caballo cuyos huesos eran de hierro y tenía agua hirviendo por sangre. En lugar de maíz lo alimentaban con piedras negras; a pesar de esa dura dieta era tan fuerte y veloz como para arrastrar una carga más pesada que el más grande de los templos de esta ciudad, a una velocidad que superaba la de la mayoría de los pájaros» (-En el gran ferrocarril del Noroeste, entre Londres y Exeter, se ha alcanzado una velocidad de 71 millas por hora. Un tren que pesaba 90 toneladas corrió de Puddington a Didcot (53 millas) en 51 minutos.-).

templos de esta ciudad, a una velocidad que superaba la de la mayoría de los pájaros»58.
—¡Paparruchas! —dijo el califa.
—«Entre esas gentes vi una gallina sin plumas más grande que un camello; en vez de carne y huesos era de hierro y ladrillos; su sangre, como la del caballo (al que mucho se parecía) era agua hirviendo, y, como él, sólo comía madera y piedras negras. Esta gallina producía con frecuencia un centenar de pollos en un solo día; después de nacidos se instalaban durante varias semanas en el estómago de su madre» (-La incubadora.-).
—¡Dislates! —dijo el califa.
—«Un miembro de esta nación de brujos creó un hombre de bronce, madera y cuero, dándole tanta inteligencia que hubiera vencido al ajedrez a toda la humanidad, con excepción del gran califa Harun Al Raschid (-El autómata jugador de ajedrez, de Maelzel.-)
Otro de estos magos construyó con materiales parecidos una criatura capaz de avergonzar el genio de su propio creador: tan grandes eran sus poderes razonantes que, en un segundo, efectuaba cálculos que hubieran requerido el trabajo de cincuenta mil hombres de carne y hueso durante un año(-La máquina calculadora de Babbage.-). Pero otro mago todavía más asombroso fabricó una fortísima criatura que no era ni hombre ni bestia, pero que tenía cerebro de plomo mezclado con una sustancia negra como la pez y dedos que actuaban con tan increíble velocidad y destreza que no hubiera tenido dificultad en escribir veinte mil copias del Corán en una hora; todo esto con una precisión tan exquisita que no se hubiera podido encontrar un solo ejemplar que se diferenciara de los otros en el ancho de un cabello. Esta criatura era de una fuerza prodigiosa, al punto que creaba y destruía de un soplo los imperios más poderosos; pero sus aptitudes se aplicaban indistintamente al bien y al mal.»
—¡Ridículo! —dijo el califa.
—«En esta nación de nigromantes había uno que llevaba en las venas la sangre de la salamandra, pues no tenía escrúpulos en sentarse a fumar su chibuquí en un horno ardiente, hasta que su cena se cocinaba completamente en el suelo (-Chabert, y después de él, otros cien.-). Otro tenía la facultad de convertir los metales comunes en oro, sin siquiera mirarlos durante el proceso (El electrotipo.). Otro tenía un tacto tan delicado que llegó a fabricar un alambre invisible (-Wollaston fabricó un retículo de telescopio cuyo alambre tenía un espesor de 1/18.000 de pulgada. Sólo era visible por medio del microscopio.-). Otro percibía las cosas con tanta rapidez, que contaba los movimientos de un cuerpo elástico mientras éste se movía hacia delante y hacia atrás a la velocidad de novecientos millones de veces por segundo» (-La pila voltaica.-).Otro cultivó a tal punto su voz, que podía hacerse oír desde un extremo al otro del mundo (-El aparato impresor electro-telegráfico.-). Otro tenía un brazo tan largo que podía estar sentado en Damasco y escribir una carta en Bagdad o en cualquier otro sitio (-El electro-telégrafo transmite texto en el acto a cualquier distancia sobre la tierra-). Otro tenía tal dominio sobre el relámpago que podía hacerlo descender a su antojo; le servía luego de juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes e hizo con ellos un silencio. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces brillantes (-Experimentos comunes en física. Si dos rayos rojos procedentes de dos puntos luminosos penetran en una cámara oscura de manera de posarse sobre una superficie blanca, variando en un 0,0000258 de pulgada de longitud, su intensidad se duplicará. Lo mismo pasa si su diferencia de extensión es cualquier número entero múltiplo de dicha fracción. Un múltiplo por 2 1/4, 3 1/4 etc., produce una intensidad sólo equivalente a un rayo, pero un múltiplo por 2 1/2, 3 1/2, etc., da por resultado una oscuridad total. En los rayos violetas ocurre lo mismo cuando la diferencia de longitud es de 0,0000157, y con todos los rayos restantes el resultado es el mismo; la diferencia va en aumento del violeta al rojo.-).
Otro fabricó hielo en un horno ardiente (-Póngase crisol de platino sobre una lámpara de alcohol y manténgase al rojo vivo; viértase ácido sulfúrico, que, a pesar de ser el más volátil de los cuerpos a temperatura ordinaria, quedará completamente estable en un crisol recalentado, sin que se evapore una sola gota. (Lo que ocurre es que queda rodeado por una atmósfera de su propia materia y, por tanto, no toca las paredes del crisol.) Se vierten entonces unas gotas de agua, y el ácido, así en contacto con las paredes recalentadas del crisol, se transforma en vapor de ácido sulfúrico, y tan rápida es su transformación que el calor del agua se disipa junto con él, cayendo el agua en el fondo convertida en hielo. Si se la extrae rápidamente antes de que se derrita se habrá obtenido hielo de un crisol ardiente-). Otro obligó al sol a que pintara su retrato y el sol le obedeció (-El daguerrotipo.-). Otro tomó el astro rey, junto con la luna y los planetas, y luego de pesarlos cuidadosamente, sondeó sus profundidades y descubrió la solidez de las sustancias que los componen. Pero toda aquella nación posee una habilidad nigromántica tan sorprendente, que hasta sus niños y aun sus perros y sus gatos son capaces de ver fácilmente objetos que no existen, o que veinte millones de años antes del nacimiento de dicha nación habían sido borrados de la faz del universo» —¡Ridículo! —dijo el califa (-Aunque la luz recorre 167.000 millas por segundo, la distancia desde el Cisne 61 (única estrella cuya distancia ha sido verificada) es tan inconcebiblemente grande, que sus rayos requieren más de diez años para llegar a la tierra. Las estrellas situadas más allá exigen veinte y aún mil años, calculando sin exageración. Por tanto, si dichos astros se hubieran extinguido hace veinte o mil años, seguiríamos viéndolos en la actualidad por la luz que emanó de ellos hace veinte o mil años. No es imposible, ni siquiera improbable, que muchas estrellas que vemos noche a noche se hayan extinguido hace mucho.
Herschel padre sostiene que la luz de la nebulosa más débil que alcanza a distinguirse en su gran telescopio debió de requerir tres millones de años para llegar a la tierra. Algunas otras que el telescopio de lord Ross permite vislumbrar han debido emplear, por lo menos, veinte millones de años.-)
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—«Las esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables magos —continuó Scheherazade, sin preocuparse en absoluto de las repetidas y poco caballerescas interrupciones de su esposo— son de lo más refinadas y perfectas, y constituirían el ápice de lo interesante y de lo hermoso de no mediar una desdichada fatalidad que las agobia, y que ni siquiera los milagrosos poderes de sus esposos y padres han logrado remediar hasta el presente. Algunas de esas fatalidades adoptan cierta forma, mientras otras se presentan de diferente manera; pero me refiero, sobre todo, a la que asume la forma de una excentricidad.»
—¿Una qué? —preguntó el califa.
—Una excentricidad —dijo Scheherazade—. «Uno de los genios malignos que continuamente tratan de hacer daño indujo a tan perfectas señoras a creer que aquello que denominamos belleza natural consiste en la protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre. Les hicieron creer que la perfección de la hermosura se halla en razón directa con el volumen de dicha parte. Dominadas por la idea, y aprovechando que los almohadones son muy baratos en ese país, se ha llegado a un punto en que ya resulta difícil distinguir a una mujer de un dromedario...»
—¡Detente! —exclamó el califa—. ¡No puedo ni quiero soportar semejante cosa! ¡Me has dado ya una terrible jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está amaneciendo. ¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi conciencia empieza a atormentarme. Y, además, ese asunto de los dromedarios... ¿Me tomas por imbécil? Lo mejor que puedes hacer es ir a que te estrangulen.
Según me entero por el Isitsöornot, estas palabras ofendieron y asombraron a Scheherazade, pero, como sabía que el califa era hombre de escrupulosa integridad y poco sospechoso de faltar a su palabra, se sometió resignadamente a su destino. Mucho se consoló (mientras le apretaban el cordón en el cuello) pensando que gran parte de su historia quedaba todavía por decir, y que la petulancia de aquel animal de su marido le estaba bien aplicada, pues por su culpa se quedaría sin conocer muchas otras inimaginables aventuras.




 Conversación con una momia
El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello, en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un bocado e irme inmediatamente a la cama.
Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cinco; pero, en concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de no quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.
Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi tercer ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía así:
Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y usted, naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a las once de la noche.
Su amigo, Ponnonner.
Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo despierto que puede estarlo un hombre. Salté de la cama como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi paso; me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todo lo que daba a casa del doctor.
Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansiedad. Me habían estado esperando con impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas hube entrado comenzó el examen.
Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur Sabretash, primo de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella región, aunque las grutas son menos magníficas que las tebanas, presentan mayor interés pues proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios. La cámara de donde había sido extraída nuestra
momia era riquísima en esta clase de datos; sus paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras que las estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño indicaban la fortuna del difunto.
El tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo encontrara el capitán Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ocho años había quedado allí sometido tan sólo a las miradas exteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momia intacta a nuestra disposición; y aquellos que saben cuan raramente llegan a nuestras playas antigüedades no robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para congratularnos de nuestra buena fortuna.
Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho y dos y medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al comienzo que había sido construida con madera (platanus), pero al cortar un trozo vimos que se trataba de cartón o, mejor dicho, de papier mâché compuesto de papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas que representaban escenas funerarias y otros temas de duelo; entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veíanse grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon era de la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos —simplemente fonéticos— y decirnos que componían la palabra Allamistakeo.
Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos con una segunda, en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo sentido parecida. El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por lo cual los colores de la caja interna estaban algo borrados.
Al abrirla —cosa que no nos dio ningún trabajo— llegamos a una tercera caja, también en forma de ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el peculiar aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.
Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de costumbre, estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos una especie de estuche de papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturas representaban temas correspondientes a los varios deberes del alma y su presentación ante diferentes deidades, todo ello acompañado de numerosas figuras humanas idénticas, que probablemente pretendían ser retratos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía una inscripción en forma de columna, trazada en jeroglíficos fonéticos, la cual repetía el nombre y títulos del muerto, y los nombres y títulos de sus parientes.
En el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche, había un collar de cuentas cilíndricas de vidrio y de diversos colores, dispuestas de modo que formaban imágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo alado. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar parecido.
Arrancando el papiro, descubrimos que la carne se hallaba perfectamente conservada y que no despedía el menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca, lisa y brillante. Dientes y cabello se hallaban en buen estado. Los ojos (según nos pareció) habían sido extraídos y reemplazados por otros de vidrio, muy hermosos y de extraordinario parecido a los naturales, salvo que miraban de una manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían sido brillantemente dorados.
Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la epidermis, el embalsamamiento debía haberse efectuado con betún; pero, al raspar la superficie con un instrumento de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido, percibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas aromáticas.
Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando las habituales aberturas por las cuales se extraían las entrañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de nosotros sabía en aquel momento que con frecuencia suelen encontrarse momias que no han sido vaciadas. Por lo regular se acostumbraba extraer el cerebro por las fosas nasales y los intestinos por una incisión del costado; el cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto en salmuera, donde permanecía varias semanas, hasta el momento del embalsamamiento propiamente dicho.
Como no encontrábamos la menor señal de una abertura, el doctor Ponnonner preparaba ya sus instrumentos de disección, cuando hice notar que eran más de las dos de la mañana. Se decidió entonces postergar el examen interno hasta la noche siguiente, y estábamos a punto de separarnos, cuando alguien sugirió hacer una o dos experiencias con la pila voltaica.
Si la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo bastante original como para que todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, preparamos una batería en el consultorio del doctor y trasladamos allí a nuestro egipcio.
Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal, que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era visible.
Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto en discusión.
No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas debajo de la mesa.
Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho. Practicamos una incisión en la zona exterior del os sesamoideum pollicis pedis, llegando hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle.
Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin desfallecer.
Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz, que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los alambres de la pila.
Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso:
—Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra... Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que su lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales amigos de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?
Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso, corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas líneas de conducta hubiera podido ser muy plausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la ley de los contrarios y la acepta habitualmente como solución de cualquier cosa por vía de paradoja e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus palabras de todo efecto aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno de nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algo fuera de lo normal.
Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.
El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:
—¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese ese dedo de la boca!
Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo
derecho de la abertura antes mencionada.
Al no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.
Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma fonético; y si no fuera por la carencia de caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la forma original.
Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en egipcio antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos con los señores Gliddon y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua materna de la momia con inimitable fluidez y gracia; pero no pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción de imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra «política» hasta que no hubo dibujado en la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas, con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle entender la noción absolutamente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca.
Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente sobre los grandes beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las momias había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos haber causado en especial a la momia llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar con el examen proyectado.
Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos.
Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia —cuya naturaleza no pude llegar a comprender— con respecto a la sugestión del orador. Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los presentes.
Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí había ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la punta de la nariz.
Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada por Jennings; un par de pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor (que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos alguna dificultad para disponer aquellas prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.
La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
—Hubiera pensado —expresó Mr. Buckingham— que estaba usted muerto desde hacía mucho.
—¡Cómo! —replicó el conde, profundamente sorprendido—. ¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.
Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.
—Mi observación, empero —continuó Mr. Buckingham—, no se refería a la edad de usted en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.
—¿En qué? —dijo el conde.
—En betún —persistió Mr. Buckingham.
—¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio.
—Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender —dijo el doctor Ponnonner— es cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan saludable.
—Si hubiese estado muerto, como dice usted —replicó el conde—, lo más probable es que continuara estándolo; pero veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y no son capaces de llevar a cabo lo que en nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí en estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron que estaba muerto o que debía estarlo; me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero... supongo que están ustedes al tanto del principio fundamental del embalsamamiento.
—¡De ninguna manera!
—¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero debo decir que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la suspensión indefinida de todas las funciones animales sometidas al proceso. Empleo el término «animal» en su sentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino el moral y el vital. Repito que el principio básico consistía entre nosotros en suspender y mantener latentes todas las funciones animales sometidas al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven ustedes ahora.
—¡La sangre del Escarabajo! —exclamó el doctor Ponnonner.
—Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia patricia muy poco numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente pertenecer a dicha familia cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo figurativamente.
—Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?
—Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las entrañas del cadáver antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; no resulta cómodo vivir sin ellos.
—Ya veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo que todas las momias que nos han llegado enteras son de la raza del Escarabajo.
—Sin la menor duda.
—Yo había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon— que el Escarabajo era uno de los dioses egipcios.
—¿Uno de los qué egipcios? —gritó la momia, poniéndose de pie.
—Uno de los dioses —repitió el erudito.
—Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera —dijo el conde, volviendo a sentarse—. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de un dios. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros), los intermediarios a través de los cuales adorábamos a un Creador demasiado augusto para dirigirnos a él directamente.
Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner.
—A juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—, no sería improbable que en las catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente vivas.
—Sin la menor duda —replicó el conde—. Todos los Escarabajos embalsamados vivos por accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados expresamente, pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sus tumbas.
—¿Sería usted tan amable de explicarnos —pregunté— qué entiende por embalsamar «expresamente»?
—Con mucho gusto —repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta directa.
—Con mucho gusto —repitió—. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada como el término natural. Luego de descubierto el principio del embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período —digamos quinientos o seiscientos años—. Al reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.
—Perdóneme usted —dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un instante?
—Ciertamente, señor —replicó el conde.
—Tan sólo una pregunta —continuó el doctor—. Mencionó usted las correcciones personales del historiador a las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?
—Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.
—De todas maneras —insistió el doctor—, puesto que sabemos que han pasado por lo menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de aquel período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el tema de mayor interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace tan sólo diez siglos.
—¡Caballero! —exclamó el conde Allamistakeo.
El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera después de muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último:
—Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas. En mis tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo (o este mundo, si lo profiere) hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez —una vez tan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimientos cierta remota insinuación acerca del origen de la raza humana, y esa misma persona empleó la palabra Adán (o sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del limo (como nacen miles de otros organismos inferiores), y que surgieron simultáneamente en cinco partes distintas y casi iguales del globo.
Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar una ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:
—La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber contribuido profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, que la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los compara con los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.
—Debo confesar nuevamente —repuso el conde con mucha gentileza— que me cuesta un tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?
Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.
Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.
Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me contesto que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que para esa clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunoe.
Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas, cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.
Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de la manera más extraordinaria.
—¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! —exclamó, con enorme indignación por parte de los dos egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se callara.
—¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! —gritaba entusiasmado—. ¡O, si le resulta demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de Washington!
Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las proporciones del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba adornado con no menos de veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una de otra.
El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de cualquiera de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún en pie en la época de su entierro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilo por una avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior. El conde no pretendía afirmar que dentro del área del palacio hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor, pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak era bastante insignificante. De todas maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio, la magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la había descrito el doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había visto una cosa semejante.
Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles
Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal concebidos y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar con las enormes calzadas, perfectamente lisas, directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios transportaban templos enteros y sólidos obeliscos de ciento cincuenta pies de altura.
Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el de Karnak.
Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.
Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.
Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso.
El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero nunca llegó a progresar.
Hablamos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo allí donde existía el sufragio ad libitum, y no había ningún rey.
Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en la superficie de la tierra.
Pregunté el nombre del tirano usurpador.
El conde creía recordar que se llamaba Populacho.
No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios sobre el vapor.
El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio silencioso me dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que bastante había hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la moderna máquina de vapor deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.
Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.
El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de contestación.
Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios
habían sido capaces de comprender la fabricación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.
Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable el espectáculo de la mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me incliné secamente y salí.
Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama. Son ahora las diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la verdad: estoy amargamente cansado de esta vida y del siglo XIX en general. Me siento convencido de que todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré embalsamar por un par de cientos de años.


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