El Rincón de Poe


--Vida, cuentos y poemas de Edgar Allan Poe.


El objetivo de esta pagina es mostrar la mayor cantidad de obras provenientes del gran maestro Edgar Allan Poe, si tienes un cuento o algún poema que no aparezca aquí les agradecería mucho que lo compartieran para expandir el blog lo mas posible.
¡Gracias!

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

¿Que historia desea leer?

viernes, 24 de junio de 2011

"El timo" "Nunca apuestes tu cabeza al diablo"

 Relatos de Edgar A. Poe, Vol.25
 
El timo

(Considerado como una de las ciencias exactas)
Hey diddle diddle.
The cat and the fiddle
 
 
Desde que el mundo empezó ha habido dos Jeremías. Uno de ellos escribió una jeremiada sobre la usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por Mr. John Neal, y era un gran hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más importante de las ciencias exactas y era un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar que en la mayor de las escalas.
El timo —o la idea abstracta contenida en el verbo timar es cosa bien conocida. El hecho, sin embargo, la cosa en sí, el timo, no se define fácilmente. Podemos llegar a tener, sin embargo, una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la cosa en sí, el timo, sino al hombre como un animal que tima. Si Platón hubiera dado con esto, se hubiera ahorrado la afrenta del pollo desplumado.
A Platón le preguntaron, muy pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que respondía perfectamente a la condición de «bípedo implume», no entraba en su definición del hombre. Pero a mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es un animal que tima y, fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar esta afirmación haría falta todo un gallinero de pollos pelados.
Aquello que constituye la esencia, el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en esa clase de criaturas que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña, una comadreja triunfa por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El hombre fue hecho para lamentarse», afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho para timar. Tal es su ambición, su objeto, su fin. Y por eso cuando a un hombre le han hecho un timo decimos que está «acabado».
Bien considerado, el timo es un compuesto cuyos ingredientes consisten en la pequeñez, el interés, la perseverancia, el ingenio, la audacia, la nonchalance, la originalidad, la impertinencia y la risita socarrona.
Pequeñez.- Nuestro timador practica sus operaciones en pequeña escala. Su negocio reside en la venta al por menor, en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja tentar por especulaciones de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se convierte en lo que denominamos «financiero». Este último término contiene la noción del timo en todos sus aspectos mencionados, salvo la pequeñez. Por eso un timador puede ser considerado como un banquero en potencia, y una «operación financiera», como un timo en Brobdingnag. El uno es al otro como Homero a «Flaccus», como un mastodonte a un ratón, como la cola de un cometa a la de un cerdo.
Interés.- Nuestro timador se guía por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo. Tiene una finalidad a la vista: su bolsillo... y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor. Sólo vela por el Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.
Perseverancia.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque quiebren los bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y
Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,
y así procede él con lo suyo.
Ingenio.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África. Todo lo conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de prudencia, Dick Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco menos de adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.
«Nonchalance».- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca tuvo nervios. Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más que puede hacerse es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como una sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de la antigua Baia.
Originalidad.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos le pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo gastado. Estoy seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había obtenido mediante un timo sin originalidad.
Impertinencia.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en jarras. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara. Nos pisa los callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.
Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador hace el balance final con una risita socarrona. Pero sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado, cuando las labores han llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento privado. Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador sonríe. No se trata de una hipótesis. Es así, es elemental. Razono a priori, y un timador no lo sería sin la risita socarrona.
El origen del timo se remonta a la infancia de la raza humana. Quizá el primer timador fue Adán. De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota. Los modernos, empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.
He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente varias mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la puerta un locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura a finiquitar la compra, recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que el mueble le sea remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones y cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni se ha recibido ningún dinero; quien lo recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al verdadero vendedor.
Nuestras mueblerías están siempre desatendidas y proporcionan en esta forma todas las facilidades para una triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y
vuelven a salir sin que nadie los vea ni los atienda. Si alguien desea comprar un artículo, hay una campanilla al alcance de la mano, la cual se considera harto suficiente.
He aquí otro respetable timo: Un señor bien vestido entra en un negocio, compra por valor de un dólar y descubre con gran mortificación que se ha dejado la cartera en otra chaqueta. Dice entonces al tendero:
—¡No se preocupe, señor mío! Le pido simplemente que tenga la gentileza de mandar el paquete a casa. ¡Un momento! Ahora que recuerdo, tampoco hay en casa billetes por debajo de cinco dólares. De todas maneras, junto con el paquete puede usted mandar cuatro dólares de vuelto.
—Muy bien, señor —replica el tendero, que se ha formado de inmediato una alta idea de su cliente. «Conozco individuos —piensa— que se habrían echado el paquete al brazo, prometiendo volver a pagar cuando pasaran otra vez por aquí.»
De inmediato despacha a un mandadero con el paquete y el vuelto. En el camino, casualmente, se encuentra éste con el cliente, quien exclama:
—¡Ah, mi paquete! Creí que lo habrían mandado a casa hace rato. Bueno, vete. Mi esposa, Mrs. Trotter, te dará los cinco dólares, pues ya está enterada. Mejor es que me des el vuelto a mí, pues necesito algo de cambio para el correo. ¡Perfecto! Uno, dos... ¿es buena esta moneda? Tres, cuatro... ¡muy bien! Di a Mrs. Trotter que te encontraste conmigo, y no pierdas tiempo por la calle.
El chico no pierde tiempo... pero tarda muchísimo en regresar a la tienda, pues le resulta imposible encontrar a ninguna señora que responda al nombre de Mrs. Trotter. Se consuela, empero, pensando que no ha sido tan tonto como para dejar la mercadería sin recibir dinero en cambio, y cuando aparece en el negocio con aire satisfecho se queda muy perplejo e indignado al preguntarle su amo qué ha hecho con el vuelto...
He aquí un timo muy sencillo: Una persona con aire de funcionario presenta al capitán de un buque que se dispone a zarpar una factura sumamente módica de gastos portuarios. Contento de tener que pagar tan poco, y atareado con las mil obligaciones que lo asedian en ese momento, el capitán paga la nota sin tardar. Quince minutos después le llega otra factura, mucho más razonable, y la persona que se la entrega no tarda en convencerlo de que el primer funcionario era un timador.
El siguiente timo es parecido: Un vapor suelta amarras y está a punto de separarse del muelle. Un viajero, con el abrigo al brazo, corre presuroso para no perder el barco. De pronto se detiene, se agacha y recoge algo del suelo con evidentes muestras de agitación.
—¿Alguno de los presentes ha perdido una cartera? —grita.
Nadie puede contestarle, pero al subir a bordo se produce un gran revuelo, pues no tarda en verse que la cartera contiene una gruesa suma. Empero, el barco no puede demorar su salida.
—El tiempo y la marea no esperan a nadie —dice el capitán.
—¡Por favor, esperemos un momento! —exclama el que ha encontrado la cartera—. ¡Sin duda, no tardará en presentarse el dueño!
—¡Imposible! —responde autoritariamente el capitán—. ¡Fuera la planchada!
—¿Qué voy a hacer? —pregunta el viajero, lleno de tribulación—. Me alejo del país por muchos años y mi conciencia me impide partir llevándome esta suma que no me pertenece. ¡Perdone usted, señor —agrega, dirigiéndose a un caballero que ha quedado en el muelle—, pero su aspecto me parece el de una persona honesta! ¿Tendría usted la gentileza de hacerse cargo de esta cartera? Estoy seguro de que puedo confiar en usted y que no dejará de publicar un anuncio del hallazgo. La suma que hay en la cartera es muy
considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en ofrecerle una recompensa por su honradez...
—¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted! ¡Usted encontró la cartera!
—En fin, si lo toma usted así... Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para calmar sus escrúpulos. Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo tomar tanto...; bastaría con cincuenta...
—¡Fuera la planchada! —repite el capitán.
—Pero no tengo cambio de cien, y me parece que lo mejor...
—¡Suelta ese cabo! —grita el capitán.
—¡No se preocupe usted! —exclama el caballero del muelle, que ha estado revisando su propia cartera—. ¡Aquí tengo un billete de cincuenta del Banco Norteamericano! ¡Páseme usted la cartera!
Y el superescrupuloso viajero toma el dinero con marcada resistencia y alcanza la cartera al caballero del muelle, mientras el vapor humea y silba al abandonar el amarradero. Media hora más tarde se descubre que la «gruesa suma» consiste en billetes falsificados y que todo el episodio no era más que un formidable timo.
Un timo audaz es el siguiente: Va a celebrarse una reunión rural o algo parecido en un lugar sólo accesible por medio de un puente. El timador se instala en la cabecera del puente e informa respetuosamente a todos los que llegan que la nueva ley del condado establece un peaje de un centavo por peatón, dos por caballos y burros, etc. Algunos protestan, pero todos se someten y el timador se vuelve a casa con cincuenta o sesenta dólares bien ganados, pues cobrar un peaje a una gran multitud es trabajo muy fatigoso.
He aquí un timo muy hábil: Un amigo del timador acepta un pagaré de éste, debidamente llenado y firmado en uno de los formularios usuales impresos en tinta roja. El timador compra una o dos docenas de dichos formularios y diariamente moja uno de ellos en su sopa, hace que su perro salte para atraparlo y finalmente se lo cede como un buen bocado. Cuando el pagaré llega a su vencimiento, el timador y su perro se presentan en casa del amigo y se habla del documento en cuestión. El amigo lo saca de su escritorio y va a alcanzarlo al timador cuando el perro reconoce el formulario y de un salto lo atrapa y lo devora. El timador se muestra no sólo sorprendido sino vejado y furioso por la absurda conducta de su perro, y se manifiesta dispuesto a cancelar la obligación... en el momento en que le presenten una prueba de que existe.
Un pequeño timo tiene lugar en esta forma: Una señora es insultada en la calle por el cómplice del timador. Éste acude en defensa de la dama y, luego de dar una soberana paliza a su amigo, insiste en acompañar a la señora hasta su domicilio. Una vez allí, se inclina con la mano sobre el corazón y se despide respetuosamente. Pero la dama ruega a su salvador que entre, a fin de presentarle a su papá y a su hermano mayor. Con un suspiro, el salvador declina la invitación.
—¿No hay, pues, un medio, señor, de testimoniarle mi gratitud? —murmura la dama.
—Por supuesto que sí, señora. ¿Podría usted prestarme dos chelines?
Bajo la impresión que le causan estas palabras la dama decide primeramente desmayarse. Pero lo piensa mejor y, luego de soltar los lazos de su bolso, hace entrega del dinero pedido. Como he dicho, este timo es muy modesto, pues hay que entregar la mitad de la suma obtenida al caballero que se tomó el trabajo de insultar a la señora y debió luego aguantar sin resistencia una buena paliza.
El que sigue es también un timo menudo, pero científico. El timador se acerca al mostrador de una taberna y pide dos rollos de tabaco. Una vez que se los entregan, los
examina y declara:
—No me gusta este tabaco. Tómelo y déme en cambio un vaso de coñac.
Bebe el coñac y se encamina a la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:
—Me temo, señor, que se ha olvidado de pagar la bebida.
—¿Pagar la bebida? ¿No le di el tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?
—Pero, señor... no recuerdo que me haya pagado el tabaco.
—¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco, encima del mostrador? ¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?
—Pero, señor... —dice el tabernero, completamente confundido—. Pero, señor...
—Nada de peros conmigo —interrumpe el timador, aparentemente muy disgustado y golpeando la puerta al alejarse—. ¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas triquiñuelas con los viajeros!
El timo siguiente es muy hábil, y la simplicidad no es una de sus menores cualidades. En ocasión de haberse perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno de los periódicos de una gran ciudad un aviso lleno de detalles. Nuestro timador copia los detalles, cambiando el encabezamiento, la fraseología general, y el domicilio. Si, por ejemplo, el aviso original es largo, verboso y comienza: ¡CARTERA EXTRAVIADA!, solicitando que la misma sea entregada en el número 1 de la calle Tom, la copia fabricada por el timador será breve, sólo encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como domicilio el 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis periódicos de la localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que ha perdido la cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la relación que existe con el suyo. Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades contra una de que la persona que encontró la cartera se presente a la dirección dada por el timador en vez de acudir a la del verdadero dueño. Nuestro timador paga la recompensa, embolsa el tesoro y desaparece.
Un timo análogo es el siguiente: Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo de brillantes de grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares, agregando en su aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y afirmando que la recompensa será pagada en determinado domicilio contra entrega del anillo y sin que se hagan preguntas.
Un día o dos más tarde, cuando la dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la campanilla; acude una criada, informando al visitante que la señora ha salido, noticia que produce en éste el más lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma importancia y que concierne solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena suerte de hallar el anillo. De todas maneras, quizá sea mejor que vuelva otro día... «¡De ninguna manera!», exclama la criada. «¡De ninguna manera!», corean la hermana de la señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas identifican clamorosamente el anillo, pagan la recompensa y hacen salir al visitante poco menos que a empujones. La dueña de la casa regresa y no tarda en manifestar cierto disgusto hacia su hermana y su cuñada por la sencilla razón de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por un facsímile de su anillo de brillantes, muy bien hecho con similor y piedras falsas.
Pero como el timo es cosa infinita, también lo sería este artículo, aunque me limitara a sugerir apenas la mitad de las variantes y los matices de que dicha ciencia es susceptible. Como he de concluir estas páginas, nada mejor que hacerlo con una noticia resumida de un timo muy decente, pero más bien complicado, del que fue teatro no hace mucho nuestra ciudad, y que se repitió más tarde con buen éxito en otras ciudades todavía más inocentes
de nuestro país.
Un caballero de edad mediana llega a la ciudad, sin que se sepa de dónde procede. Se conduce de manera notablemente precisa, cauta y reflexiva. Viste con toda corrección, sin que haya en él nada de ostentoso. Lleva corbata blanca, amplio chaleco, sólo destinado a la comodidad; confortables zapatos de gruesa suela y pantalones sin trabilla. En suma, tiene el aire de nuestro acomodado, sobrio y respetable hombre de negocios par excellence; uno de esos caballeros exteriormente severos y duros, pero tiernos por dentro, como suelen pintarse en las comedias; hombres cuyas palabras son otras tantas garantías, y que mientras distribuyen guineas con una mano para fines caritativos extraen hasta el último centavo con la otra en el terreno de sus propios negocios.
Nuestro caballero se muestra muy difícil de complacer en lo que respecta a una casa de pensión. No le gustan los niños. Está habituado a una gran quietud. Tiene costumbres metódicas y además le gustaría habitar en casa de una familia pequeña y respetable, de tendencias piadosas. Las condiciones de pago lo tienen sin cuidado; insiste solamente en que liquidará la cuenta el primero de cada mes (estamos ahora a dos), y una vez que ha hallado una casa a su gusto, pide encarecidamente a la dueña que no olvide de ninguna manera sus instrucciones al respecto: la cuenta, así como el recibo, deberán ser presentados a las diez de la mañana del día primero de cada mes, y bajo ninguna circunstancia dejados para el día siguiente.
Hechos estos arreglos, nuestro hombre de negocios alquila una oficina en un barrio más respetable que a la moda. No hay cosa que desprecie tanto como la ostentación. «Donde mucho se muestra —suele decir—, poco hay de sólido», observación que impresiona tan profundamente a su casera que se apresura a copiarla a lápiz en la gran biblia de la familia, aprovechando el amplio margen que hay en los Proverbios de Salomón.
El paso siguiente consiste en publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles de a seis peniques, pues los de a uno no son considerados por él como «respetables», aparte de que reclaman el pago adelantado de todo aviso, práctica que nuestros hombres de negocios detestan, pues, según él, jamás debe pagarse un trabajo hasta que no esté concluido. El aviso dice aproximadamente así:
SE NECESITAN EMPLEADOS.- En ocasión de iniciar importantes operaciones comerciales en esta ciudad, requerimos los servicios de tres o cuatro inteligentes y competentes empleados. Sueldo importante. Exigimos las mejores recomendaciones sobre la integridad del postulante, que nos interesa aún más que su capacidad. Dado que las obligaciones a cumplir suponen una alta responsabilidad, pues grandes sumas de dinero deberán pasar por las manos de nuestros empleados, consideramos necesario solicitar una caución de cincuenta dólares, que será depositada por el empleado respectivo. Inútil presentarse, por tanto, si no se está en condiciones de hacer dicho depósito, así como de exhibir los mejores testimonios sobre moralidad. Se preferirá a los jóvenes con inclinaciones piadosas. Presentarse de diez a once y de dieciséis a diecisiete en las oficinas de los señores
Bogs, Hogs, Logs, Frogs & Co.
Calle de los Perros, 110
Al cumplirse el 31 del mes, este aviso ha llevado a la oficina de los señores Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía a unos quince o veinte jóvenes de inclinaciones piadosas.
Pero nuestro hombre de negocios no tiene prisa en cerrar trato con ninguno de ellos; ningún hombre de negocios tiene prisa; y, sólo después de haber pasado un severo examen concerniente a sus inclinaciones piadosas, los jóvenes son finalmente aceptados y, al mismo tiempo, por vía de simple precaución, se los invita a hacer efectiva la fianza de cincuenta dólares, por la cual la respetable firma de Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía libra el correspondiente recibo. En la mañana del primero de cada mes la casera no presenta su cuenta, como había prometido hacerlo; negligencia por la cual el director de la casa con tantos ogs no habría dejado de reprenderla severamente, suponiendo que se hubiera quedado un día o dos más en la ciudad para tal propósito.
Como es de suponer, la policía se ve abrumada de trabajo, corriendo inútilmente de un lado a otro, y todo lo que puede hacer es declarar enfáticamente que aquel hombre de negocios es n. e. i., letras que parecen corresponder a la muy clásica frase non es inventus. Y entretanto los jóvenes postulantes ven mermar sensiblemente sus inclinaciones piadosas, mientras la casera compra una excelente goma de borrar de un chelín, y con todo cuidado suprime la nota a lápiz que algún tonto había escrito en la gran biblia familiar, aprovechando los anchos márgenes de los Proverbios de Salomón.
 
 
 
 
Nunca apuestes tu cabeza al diablo
Cuento con moraleja

Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas —dice don Tomás de las Torres en el prefacio a sus Poemas amatorios—, importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras. Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el Purgatorio a causa de su afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta que sus Poemas amatorios se agoten o empiecen a juntar polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción debería tener una consecuencia moral; y, lo que es más, los críticos han descubierto que no hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones. Pierre La Seíne, dando un paso adelante, mostró que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia en la comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis, Homero insinuaba la persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los Lotófagos, los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las consecuencias morales, pues allí están —vale decir, están en alguna parte de su libro—, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo que no se proponía asomará a la luz, sea en el Dial o en el Down Easter, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al final.
No hay ninguna justificación, pues, en la acusación que ciertos ignorantes han formulado contra mí; a saber: que jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más precisas, un cuento con moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos predestinados a ponerme de manifiesto y a desarrollar mis moralejas; he ahí el secreto. Poco a poco, la North American Quarterly Humdrum los hará sentir avergonzados de su estupidez. Pero por el momento, con el fin de aplazar la ejecución capital y mitigar las acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el siguiente y triste relato, cuya obvia moraleja no puede ser cuestionada de ninguna manera, ya que cualquiera puede leerla en las mayúsculas que forman el título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta disposición, mucho más sabia que la de La Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento la impresión que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.
Defuncti injuria ne officiantur, decía una ley de las doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un excelente corolario, aun si los muertos en cuestión no son más que bagatelas difuntas. Lejos de mí la intención, pues, de vituperar a mi finado amigo Toby Dammit. Era un pobre perro, la verdad sea dicha, y tuvo una muerte de perros; pero no hay que reprocharle sus vicios. Nacieron de un defecto personal de su madre. Aquella señora hacía todo lo posible en materia de azotes cuando Toby era niño, ya que para su bien ordenada mente los deberes eran siempre placeres, y los niños, al igual que las chuletas duras o los olivos griegos, mejoran si se los golpea. Pero, ¡pobre mujer!, tenía el infortunio de ser zurda, y mejor es no azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve de nada. Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión maligna, se sigue que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún más la maldad. Muchas veces fui testigo de los castigos aplicados a Toby, y, aunque sólo fuera por la forma en que pateaba, podía percatarme de que cada día se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a través de las lágrimas que velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el pequeño miserable, y cierto día en que le habían dado tantos golpes que tenía la cara completamente negra, al punto que lo hubieran tomado por un pequeño africano, sin otro efecto visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque de ira, me fue imposible soportar aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para profetizar su ruina.
La precocidad de Toby para el vicio era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban tales ataques de rabia que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué mordisqueando un mazo de barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los bebés del sexo opuesto. A los ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial en pro de la temperancia. Y así fue creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta que, al cumplir su primer año de vida, no sólo insistía en usar bigotes, sino que había adquirido una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así como a sostener sus afirmaciones mediante apuestas.
La ruina que había vaticinado a Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco caballeresca práctica mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su crecimiento y se esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre, apenas podía pronunciar una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no apostaba en firme... nada de eso. Seré justo con mi amigo y diré que antes hubiera preferido hacerse monje. En su caso, aquello era una simple fórmula, y nada más. Sus expresiones no tenían el menor sentido positivo. Eran desahogos, simplemente —ya que no puedo decir que lo fueran inocentemente—; frases imaginativas con las cuales redondeaba sus declaraciones. Cuando decía: «Le apuesto esto y aquello», a nadie se le ocurría formalizar la apuesta, pero de todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Aquella costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que me creyera. Era desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por decirlo. Estaba prohibida por una ley del Congreso, y afirmándolo así no incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches, sin resultado; aducía pruebas, vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía en carcajadas. Si rogaba, se encogía desdeñosamente de hombros. Si lo amenazaba... se ponía a jurar. Si le daba de puntapiés... llamaba a la policía. Si le tironeaba de la nariz, se sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.
La pobreza era otro vicio que la deficiencia física de la madre de Dammit había acumulado sobre su hijo. Era detestablemente pobre, y por esa razón, sin duda, sus expresiones coléricas acerca de las apuestas tomaban raras veces un giro pecuniario. Nadie me hará decir que en alguna oportunidad le haya escuchado figuras de lenguaje tales como: «Le apuesto a usted un dólar». Por lo regular decía: «Le apuesto lo que quiera», o «Le apuesto cualquier cosa», o bien, mucho más significativamente, «Le apuesto mi cabeza al diablo».
Esta última fórmula era la que parecía agradarle más, quizá porque envolvía menos riesgo, pues Dammit se había vuelto muy parsimonioso. Si alguien le hubiera aceptado la apuesta, poco habría perdido, dado que tenía la cabeza muy pequeña; pero ésta es una observación personal y no estoy nada seguro de poder atribuírsela con justicia. De todos modos, la frase en cuestión se le pegaba más y más, a pesar de lo impropio que resultaba que un hombre apostara todo el tiempo su cerebro como si fuese un billete de banco; empero, la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía darse cuenta de ello. Terminó por abandonar todas las restantes fórmulas, entregándose de lleno a: Le apuesto mi cabeza al diablo, con una pertinacia y una exclusividad que me desagradaban tanto como me sorprendían. Siempre me repelen aquellas circunstancias que no puedo explicarme. Los misterios obligan a un hombre a pensar, con lo cual su salud se perjudica. A decir verdad, había algo en el aire con que Mr. Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en su modo de enunciarla, que primero me interesó y luego me hizo sentirme muy preocupado; algo que, a falta de un término más preciso, se me permitirá calificar de raro —pero que Mr. Coleridge hubiese llamado místico, Mr. Kant panteístico, Mr. Carlyle retorcido y Mr. Emerson hiperenigmático—. Aquello empezó a no gustarme nada. El alma de Mr. Dammit estaba en peligro. Resolví emplear toda mi elocuencia a fin de salvarla. Prometí consagrarme a él como San Patricio, en la crónica irlandesa, se consagró al sapo, vale decir «despertándolo a su verdadera situación». Me puse a la tarea de inmediato. Una vez más me preparé para reprochar su lenguaje a mi amigo. Una vez más reuní mis energías para una tentativa final de reconvención.
Cuando hube terminado mi conferencia, Mr. Dammit se permitió algunas actitudes sumamente equívocas. Durante unos instantes guardó silencio, limitándose a mirarme interrogativamente a la cara. Luego ladeó la cabeza, mientras alzaba muchísimo las cejas. Tendiendo las palmas de sus manos, se encogió de hombros. Guiñó a continuación el ojo derecho, repitiendo la operación con el izquierdo. Inmediatamente cerró los dos ojos, apretando mucho los párpados. Los abrió a continuación de tal manera que me alarmé seriamente por las consecuencias. Aplicándose el pulgar a la nariz, consideró oportuno efectuar un indescriptible movimiento con el resto de los dedos. Por fin, colocando los brazos en jarras, condescendió a contestarme.
Sólo recuerdo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me callaba la boca. No tenía ninguna necesidad de mis consejos. Despreciaba mis insinuaciones. Era lo bastante crecido como para cuidarse a sí mismo. ¿Lo creía todavía el bebé Dammit? ¿Pretendía insinuar alguna cosa sobre su carácter? ¿Me proponía insultarlo? ¿Estaba loco? ¿Estaba mi madre enterada, en una palabra, de que yo había salido de casa sin permiso? Me hacía esta última pregunta considerándome capaz de responder la verdad, y se declaraba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me preguntaba explícitamente si mi madre estaba enterada de que yo había salido solo de casa. Mi confusión —agregó— me traicionaba y, por tanto, estaba dispuesto a apostarle la cabeza al diablo a que mi buena madre no estaba enterada.
Mr. Dammit no se detuvo a esperar mi réplica. Girando sobre los talones, se alejó con precipitación muy poco digna. Y más le valió haberlo hecho así. Me sentí injuriado. Hasta colérico. Hubiera querido recoger por una vez su insultante apuesta. Hubiera ganado para el Archienemigo la mínima cabeza de Mr. Dammit; pues la verdad es que mamá estaba perfectamente enterada de mi momentánea ausencia del hogar.
Pero Khoda shefa midêhed —el cielo trae alivio—, como dicen los musulmanes cuando alguien les pisa los pies. Había sido insultado mientras cumplía con mi deber, y soporté el
insulto como un hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía pedir en el caso de aquel miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis consejos, abandonándolo a su conciencia y a sí mismo. De todos modos, aunque no volví a hablarle del asunto, no pude privarme por completo de su compañía. Llegué incluso a tolerar algunas de sus tendencias menos reprobables y en ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas bromas (aunque con lágrimas en los ojos, como elogian los epicúreos la mostaza); a tal punto me dolía oír su profano lenguaje.
Un día radiante, en que habíamos salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino nos condujo hasta un río. Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado, que protegía del mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba desagradablemente oscuro. Cuando penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la penumbra influyó penosamente en mi ánimo. No así en el desdichado Dammit, quien apostó en seguida su cabeza al diablo a que yo estaba melancólico. Por su parte parecía de excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir no sé qué rara sospecha. No me parecía imposible que fuera víctima de algún trascendentalismo. Pero no soy tan versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para afirmar nada y, por desgracia, ninguno de mis amigos del Dial se hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a causa de una cierta austera bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo a comportarse como un estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por encima o por debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto gritando o susurrando palabras y palabrotas, a tiempo que su rostro conservaba una profunda gravedad. Realmente yo no sabía si tenerle lástima o emprenderla a puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos atravesado casi todo el puente y nos acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida por un molinete. Pasé como corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete. Pero esto no convenía al capricho de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete, afirmando que era capaz de hacer al mismo tiempo una pirueta en el aire.
Pues bien, hablando seriamente, no me pareció que pudiera hacerlo. Las mejores piruetas, en cualquier estilo, las ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así como no sería capaz de hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije, agregando que era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones para lamentar haberme expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.
Disponíame a replicarle, no obstante mi anterior resolución, con algunos reproches sobre su impiedad, cuando oí toser a mi lado. Aquella tos se parecía mucho a la exclamación «¡hola!», tanto que me sobresalté y miré en torno lleno de sorpresa. Por fin mis ojos cayeron de lleno en un nicho que había en la estructura del puente y vieron a un anciano y diminuto caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más venerable que su apariencia, pues no sólo estaba enteramente vestido de negro sino que usaba una camisa muy limpia, cuyo cuello se plegaba esmeradamente sobre una corbata blanca, y sus cabellos aparecían partidos al medio, como los de una muchacha. Apoyaba pensativamente las manos en el estómago y tenía los ojos en blanco.
Al observarlo más de cerca percibí que llevaba puesto un delantal de seda negra sobre sus ropas, y la cosa me pareció sumamente extraña. Pero antes de que tuviera oportunidad de hacer la menor observación sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un segundo «¡hola!».
No me hallaba preparado para contestarle de inmediato. A decir verdad, las observaciones tan lacónicas como aquélla son de muy difícil respuesta. He conocido cierta
revista trimestral que se quedó estupefacta a causa de la expresión «¡Disparates!»; se comprenderá, pues, que no me avergoncé de volverme a Mr. Dammit en busca de ayuda.
—Dammit —dije—, ¿qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice «¡hola!»
Y lo miré severamente a tiempo que le hablaba. Porque si he de decir la verdad, me sentía especialmente perplejo, y cuando un hombre está especialmente perplejo debe fruncir el ceño y tomar un aire salvaje, pues de lo contrario es seguro que pondrá cara de estúpido
—Dammit —continué, aunque esta repetición del nombre empezaba a parecerse a un juramento, cosa que estaba muy lejos de mis intenciones intenciones102—. Dammit —agregué—, este caballero ha dicho «¡hola!»
No tengo intención de sostener que mi observación era profunda, pero he notado que el efecto de nuestras palabras no siempre está de acuerdo con la importancia que tienen para nosotros. Si hubiera hecho estallar una bomba a los pies de Mr. Dammit, o le hubiese golpeado en la cabeza con los Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo hubiera visto tan trastornado como cuando me dirigí a él con aquellas simples palabras: «¡Dammit! ¿Qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice ¡hola!»
—¡No me digas! —jadeó por fin, después de pasar por más colores que los que enarbola sucesivamente un barco pirata cuando se ve perseguido por otro de guerra—. ¿Estás seguro de que dijo eso? En fin, de todas maneras ya estoy pronto, y lo mejor es poner al mal tiempo buena cara. Ahí va, pues... ¡Hola!
Al oír esto el diminuto caballero pareció muy complacido, Dios sabe por qué. Saliendo del hueco que había ocupado hasta entonces, avanzó cojeando con un aire muy gentil y estrechó la mano de Dammit, mientras lo miraba en la cara con el más auténtico aire de bondad que pueda imaginar un ser humano.
—Estoy absolutamente seguro de que usted ganará, Dammit —dijo con una sonrisa llena de franqueza—. Pero, de todos modos, tenemos que hacer una prueba, aunque no sea más que por mera formalidad.
—¡Hola! —repitió mi amigo, quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al revolver los ojos y dejar caer las comisuras de la boca—. ¡Hola! —agregó, repitiendo la palabra después de una pausa. Y desde ese instante no le oí pronunciar ninguna otra que no fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien —me dije—, he aquí un silencio bastante notable por parte de Toby Dammit, y sin duda es consecuencia de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se habrá olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta fluidez el día en que le propiné mi última conferencia. De todas maneras parece que se ha curado del trascendentalismo.»
—¡Hola! —prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y mirándome con la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del puente, a cierta distancia del molinete.
—Estimado amigo —dijo—, considero mi deber concederle todo este terreno para tomar impulso. Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted lo salta elegante y trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena pirueta. Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres... ¡vamos!». Tenga buen cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
Colocóse al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda reflexión, luego miró hacia arriba y, según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se ajustó las cintas del delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden convenida:
—¡Una... dos... tres... y... vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo no era tan excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de Mr. Lord; de todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo, si no lo saltaba... ¿qué? ¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
—¿Qué derecho tiene este caballero de obligar a otro a dar un salto? —dije en alta voz—. ¿Quién es este personaje achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que estoy vivo, y no me importa en absoluto quién demonios sea!
Ya he dicho que el puente aquel estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual las palabras producían un eco desagradable... aunque nunca había reparado en él tan claramente como al pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos de cinco segundos después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir corriendo ágilmente y dar un grandísimo salto, a tiempo que efectuaba las evoluciones más extraordinarias con las piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire, haciendo una admirable figura de danza justamente encima del molinete; y, como es natural, me pareció insólitamente singular que no siguiera su recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue cosa de un segundo; antes de que tuviera tiempo de hacer la menor reflexión profunda, vi a Mr. Dammit que se desplomaba de espaldas y del mismo lado del molinete de donde se había elevado. Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía corriendo a toda velocidad, tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa de caer desde la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete.
Me quedé profundamente estupefacto ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar, pues Mr. Dammit estaba curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy agraviado y que necesitaba de mi ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había recibido lo que cabe calificar de herida grave. En efecto, había sido privado de la cabeza, que inútilmente busqué por todas partes. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar llamar a los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego de abrir una ventana que había en esa parte del puente, descubrí instantáneamente la triste verdad. A unos cinco pies sobre el nivel del molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra de acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de soportes análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que el cuello de mi infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron bastante poca medicina, y la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y acabó muriéndose, dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada. Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su familia y, a fin de cubrir los gastos generales de su funeral, envié una cuenta sumamente moderada a los trascendentalistas. Los villanos se negaron a pagarla, por lo cual hice exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí como alimento para perros.
 
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entradas populares