El Rincón de Poe


--Vida, cuentos y poemas de Edgar Allan Poe.


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jueves, 23 de junio de 2011

"El hombre de la multitud" "Bon-Bon " " El duque de l’Omelette"

Relatos de Edgar A. Poe,  Vol. 18
 
El hombre de la multitud

Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
(LA BRUYÈRE)
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen —no se deja leer—. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior —άχλϋς ή πριν έπήεν— y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran
camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media —y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.
La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.
Los jugadores profesionales —y había no pocos— eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y
espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de
vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo
espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme
Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
—Este viejo —dije por fin—representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae7, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.
 
 
Bon-Bon

Quand un bon vin meuble mon estomac
Je suis plus savant que Balzac,
Plus sage que Pibrac;
Mon seul bras faisant l’attaque
De la nation Cossaque
La mettroit au sac;
De Charon je passerois le lac
En dormant dans son bac;
J’irois au fier Eac,
Sans que mon coeur fit tic ni tac,
Présenter du tabac.
(Vaudeville francés)

En cuanto se había pasado el dintel de la pequeña casa que habitaba nuestro filósofo, en un callejón sin salida llamado Lefévre de Ruán, se veía una habitación profunda, baja de te­cho, de antigua construcción. En un rincón se hallaba la cama del metafísico. Un juego de cortinas y un canapé a la griega la rodeaban clásica y cómodamente. En el ángulo opuesto yacían libros. Una gran chimenea se erigía frente por frente de la puer­ta. A la derecha, en un armario entreabierto, se podía ver una batería formidable de botellas etiquetadas.
En este lugar, una noche del invierno de 17..., hacía la una, Pedro Bon-Bon, habiendo escuchado durante algún tiempo las palabras de sus vecinos y las alusiones a sus singularidades, los puso a todos en la puerta, corrió el cerrojo echando pestes, y se echó malhumorado en su viejo y cómodo sillón de cuero, cer­ca del fuego de la chimenea.
Era una noche terrible, como sólo se ven cada cien años. Nevaba furiosamente y toda la casa oscilaba bajo las ráfagas de la tormenta. El viento silbaba por los intersticios de los tabi­ques y se abismaba rabiosamente en la chimenea, doblando y desdoblando las ropas de la cama o desordenando los papeles que dormían junto a los libros.
El metafísico no estaba en absoluto de humor. Notaba aque­lla agitación angustiosa que produce la furia de una noche de tempestad. Llamó más cerca de sí a su gran perro negro, y como se había sentado en el sillón con cierto malestar no pudo abstenerse de echar una mirada recelosa hacia los rincones apartados de la estancia, de donde las llamas rojas de la chi­menea no llegaban a expulsar completamente las tinieblas. Ter­minado ese examen, cuyo objeto exacto le hubiera sido impo­sible explicar, se puso ante una mesita llena de libros y de pa­peles, y se dedicó a la corrección de un voluminoso manuscri­to que tenía que entregar al día siguiente.
Bon-Bon trabajaba desde hacía algún tiempo cuando «No tengo prisa, señor Bon-Bon» murmuró de golpe, desde el fon­do de la estancia, una voz humilde.
—¡Diablos! —exclamó nuestro héroe, sobresaltándose en su asiento, echando al suelo la mesita y mirando estupefacto a su alrededor.
—Eso es —replicó, con calma, la voz.
—¿Quién es, eso? ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —vociferó el metafísico. Su mirada se había posado en algo que estaba extendido sobre la cama.
—Decía —dijo el intruso, sin inquietarse por las interroga­ciones—, decía que puede usted disponer de su tiempo, que el asunto que me ha traído aquí no es urgente, en una palabra, que puedo perfectamente esperar a que haya usted terminado su Ex­posición.
—¿Mi exposición? Bien, pero, por Dios. ¿Cómo sabe usted, cómo ha llegado usted a saber que yo escribía una Exposición?
—¡Pst! —respondió el intruso con voz baja.
Se levantó rápidamente del lecho y dio un paso hacia Bon-Bon, al acercarse, la lámpara de hierro que colgaba del techo empezó a oscilar dando grandes sacudidas.
Nuestro filósofo, más que estupefacto, no se abstuvo de examinar el traje y la apariencia del forastero. Las formas de su persona, delgada, pero de una altura mayor que la habitual, saltaban a los ojos por lo detalladas, gracias a un traje negro y gastado que le ceñía el cuerpo y que parecía ser, por el corte, del pasado siglo. El vestido había sido cortado para alguien me­nos grande que su actual poseedor. En las muñecas y en los to­billos se notaba la carne. Un par de brillantes hebillas en los zapatos contrastaban con la extremada pobreza de lo restante. De la cabeza le colgaba una coleta terriblemente larga. Unas gafas verdes, con cristales al lado, protegían sus ojos de la luz e im­pedían a Bon-Bon el discernir su forma y su color. En toda la persona del forastero no había ni la apariencia de una camisa. Pero una corbata blanca, estrecha, estaba anudada cuidadosa­mente alrededor de su cuello, sus puntas colgaban ceremonio­samente, rectas y paralelas. Esa corbata daba al forastero el aire de un clérigo. La verdad es que otros detalles, ya fuese su em­paque, ya sus maneras, hubiesen podido servir para confirmar esa idea. En su oreja izquierda llevaba un instrumento pareci­do al «stilus» de los antiguos. Del bolsillo de su traje asomaba un librito negro, con cierre de acero, puesto, accidentalmente o no, de modo que se vieran las palabras «Ritual Católico», im­presas en letras blancas sobre el lomo. La fisonomía del intruso era saturniana, de una palidez intensa y cadavérica. Las comisu­ras de sus labios se inclinaban hacia abajo con una expresión de humildad muy sumisa. Tuvo también una manera de juntar las manos, cuando avanzó hacia nuestro filósofo, un suspiro y una mirada de tal beatitud que hubiese sido difícil no recibirle bien.
Toda huella de ira desapareció de la fisonomía de Bon-Bon, quien, una vez hubo terminado el examen del desconocido, le estrechó cordialmente la mano y le condujo a un sillón.
Se equivocaría quien atribuyera el cambio visible que se ha­bía producido en las disposiciones de Bon-Bon, a alguna cau­sa común. En verdad, Pedro Bon-Bon, según lo que he podido averiguar por mi cuenta, era el menos capaz de todos los hom­bres de dejarse imponer por una presencia extraña. Un obser­vador, tan preciso como él, de los hombres y de las cosas, no hubiese dejado de descubrir inmediatamente la verdadera cali­dad del personaje que venía a reclamar su hospitalidad. Por no decir nada más, los pies de su visitante eran de extraña conformación, y mantenía sobre su cabeza un sombrero de altura no­table. En la parte posterior de sus calzones se podía observar algo que se agitaba, las oscilaciones súbitas de los faldones de su frac eran un hecho palpable. Júzguese, pues, con qué sentimiento de satisfacción, Bon-Bon se encontraba de golpe ante un personaje por el que sentía respeto. Pero nuestro filósofo era demasiado diplomático para dejar escapar el menor indicio de las sospechas que le agitaban. No entraba en sus miras el pare­cer que tenía conciencia del honor que se le hacía tan de improviso. Tenía la intención de hacer hablar a su huésped, de sa­carle alguna importante noción ética, de escribir ese informe en la obra que iba a publicar y de beneficiar con el a la humani­dad al paso que el mismo se inmortalizaba. Añado que la ele­vada edad del visitante y sus trabajos de ciencia moral, podían muy bien haberle procurado el conocimiento de alguna verdad nueva.
Impulsado por estos profundos motivos, el filósofo rogó a su huésped que se sentara mientras el mismo se apresuraba a echar algunos troncos de leña al fuego y a colocar sobre la mesa vuelta a poner en pie unas botellas de vino. Acabados estos preparativos, empujó su sillón enfrente de su visitante, se sentó en el y esperó a que el otro empezara la conversación.
Pero los planes más hábilmente urdidos se frustran con fre­cuencia cuando se trata de aplicarlos. A las primeras palabras del intruso, Bon-Bon se quedó pasmado.
—¡Veo que usted no me conoce, Bon-Bon! —dijo el hom­bre vestido de negro—. ¡Jajajá, jejé, jijijí, jojó, jujujú!
Y el diablo, abandonando su aire de santidad, abrió de ore­ja a oreja su boca, para enseñar unos dientes quebrados pareci­dos a colmillos, y, echando su cabeza hacia atrás, se rió insolentemente. El perro negro, acurrucándose sobre su barriga, le hizo coro y el gato, huyendo de un salto, se puso a maullar en un rincón de la sala.
Bon-Bon no hizo nada parecido. Era demasiado hombre de mundo como para reír como el perro o aullar de miedo como su gato. Todo lo más, experimentaba alguna estupefacción al ver las letras blancas de las palabras Ritual católico en el li­bro de su huésped, cómo cambiaron, súbitamente, de color y de forma, para convertirse en las palabras Registro de conde­nados.
Tan extraña circunstancia dio a su respuesta el tono de turbación que no hubiese tenido en ningún otro caso.
—A decir verdad, señor —dijo el filósofo—, yo creo que usted es, el..., es decir, que yo creo, me imagino, tengo la idea muy contusa del honor notable...
—Oh, muy bien —interrumpió el intruso—, no diga más, ya veo lo que es —y, quitándose las gafas verdes, limpió cui­dadosamente los cristales y se las puso en el bolsillo.
El incidente del libio había sorprendido a Bon-Bon, pero lo que entonces vio le sorprendió todavía más.
Al levantar la cabeza, curioso por saber de que color tenía los ojos su huésped, descubrió que no eran negros, ni grises, ni castaños, ni azules, ni de ningún otro color celeste, terrestre o marítimo. En una palabra, Bon-Bon vio que su huésped no te­nía ojos, ni apariencia de haberlos poseído en época anterior, porque en el lugar donde debieran hallarse normalmente, no ha­bía, me veo obligado a decirlo, sino un montón de carne muerta.
La respuesta que recibió ante su sorpresa fue a la vez rápi­da, y satisfactoria.
—¿Ojos, mi querido Bon-Bon, ojos ha dicho usted? Oh, ya entiendo. Las historias necias que de mí se explican le han dado a usted ideas falsas sobre mi rostro. ¡Ojos, vamos! Los ojos, estimado Bon-Bon, están muy bien en su lugar, aquí, en la fren­te, me dirá usted. Muy cierto, la frente de un gusanillo. Según usted, esos instrumentos de óptica son indispensables, y, sin embargo, le voy a convencer de que mi visión es ¿más pene­trante que la de usted? He ahí una gata, una gata que percibo en el rincón, una gata muy linda. Mírela, obsérvela bien. Aho­ra, Bon-Bon, respóndame ¿ve usted los pensamientos, digo, los pensamientos que se engendran en este momento en su cerebro? Esa es la cuestión. Usted no los ve. Ella cree que admi­ramos la longitud de su cola y la profundidad de su espíritu. Ella acaba de decir que yo soy el más distinguido de los ecle­siásticos y usted el más superficial de los metafísicos. Ya ve usted que no soy del todo ciego. Para personas de mi profesión, los ojos, como usted los entiende, serían un engorro. A cada instante se expondrían a ser reventados por alguna vara de ati­zar el fuego. Para usted esas maquinitas ópticas son muy necesarias. Vea de utilizarlas bien. Pero mi visión es el alma.
En aquel momento, el huésped se sirvió vino y escancian­do un chorro a Bon-Bon, le invitó a beber sin cumplidos.
—Un buen libro, Bon-Bon —dijo, golpeando, con aire de protector, la espalda del filósofo.
Éste dejó su vaso, después de haber seguido al pie de la le­tra las órdenes de su huésped.
—Un buen libro, a fe mía; es un libro, según mi corazón; no obstante, la manera como ha dividido usted el asunto podría ser retocada. Varios de sus principios me recuerdan a Aristóte­les. Este filósofo fue uno de mis amigos más íntimos. Yo le amaba tanto por su horrible carácter como por la desenvoltura con que cometía sus yerros. No hay sino la verdad sólida en to­dos sus escritos, y es la que yo le soplé por compasión hacia su necedad. Supongo, Bon-Bon que usted sabe perfectamente a qué divina verdad moral hago alusión.
—Yo ignoraba...
—¿Verdaderamente? No, pero fui yo quien dijo a Aristóte­les que al estornudar los hombres eliminan por la nariz el ex­ceso de ideas.
—Lo cual es —aquí a Bon-Bon le entró hipo—, indudable­mente, el caso.
El filósofo escanció otro vaso de vino y ofreció una toma de rapé a su visitante.
—Estaba también Platón —siguió el visitante, declinando modestamente la tabaquera y el cumplido que ella implicaba—, por quien yo sentí, durante algún tiempo, una afección de ami­go.
—¿Ha frecuentado usted a Platón, mi querido anfitrión?
—¡Ah, pero me olvidaba; mil excusas! Me encontró en Atenas un día, en el Partenón, y me dijo que no sabía qué hacer, que buscaba una idea desde hacía una eternidad. Yo le rogué que escribie­ra Ò νονζ εοτω ανλοζ. Me dijo que lo haría y se fue a su casa. Yo partí para las pirámides. Pero mi conciencia me reprochaba de haber revela­do una verdad, ni a un amigo. Me apresuré a volver a Atenas y llegué en el momento en que mi filósofo escribía la palabra ανλοζ. Dándole un papirote a la lamda, la puse al revés, de modo que hoy se lee Òνοζ εοτω ανλοζ . Ésta es, como usted sabe, la sentencia más fundamental de la metafísica platónica.
—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el filósofo, mien­tras terminaba la segunda botella e iba a buscar otra.
—Una vez solamente, Bon-Bon —dijo hablando grave­mente, como un libro—. Hubo una época en la que se produjo, en Roma, una anarquía de 5 años, durante los cuales la Repú­blica, privada de todos sus jefes, no tuvo otros magistrados que los tribunos del pueblo, que no poseían legalmente ningún po­der ejecutivo. En aquella época, y sólo en ella, estuve yo en Roma. Yo no he tenido, pues, en la tierra ninguna relación con los filósofos latinos.
—¿Qué piensa usted —un hipo—, qué piensa usted —un hipo— de Epicuro?
—¿Lo que pienso de Epicuro? —dijo el diablo sorprendido. ¡Espero que no tenga nada que reprocharle a Epicuro! ¡Lo que pienso de Epicuro! ¿Es a mí a quien habla, caballero? Yo soy Epicuro. Yo soy el que ha escrito, desde el primero al último, los 300 tratados reflejados por Diógenes Laercio.
—Eso es una mentira —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido a la cabeza.
—Muy bien, muy bien, señor —dijo el huésped, aparente­mente muy halagado—; perfectamente bien.
—Eso es una mentira —repitió, sentenciosamente, el filó­sofo—. Eso —un hipo— es una mentira.
—Ah, bien; como usted quiera —dijo el diablo, en tono conciliador.
Y Bon-Bon, después de haberle cantado las verdades a Su Majestad, juzgó a propósito terminar la segunda botella.
—Como le decía, como le hacía observar hace unos instan­tes, en el libro que tiene usted ahí, Bon-Bon, ciertas proposi­ciones son muy atrevidas. Por ejemplo, ¿qué diablos quiere decir con todo su farragoso texto sobre el alma? Por favor diga caballero ¿qué es el alma?
—El alma —un hipo— el alma —respondió el metafísico transportándose a su manuscrito— es, indudablemente...
—No, señor.
—... sin ninguna contradicción.
—No, señor.
— ... incontestablemente.
— No, señor.
... es, sin dudarlo...
—No, señor.
—... —un hipo.
—No, señor.
—...y sin...
—No, señor, el alma no es nada que se parezca a eso.
Aquí, el filósofo, furioso, se dio prisa por acabar con una tercera botella.
—Bueno, señor, diga entonces ¿qué es el alma?
—No es ni esto, ni esto, señor Bon-Bon —replicó el intruso meditando—. Yo he saboreado... es decir, he conocido a almas malas y a otras pasables.
El intruso hizo chasquear la lengua y habiendo dejado caer inconscientemente su mano sobre el volumen de su bolsillo, fue presa de un violento acceso de estornudos.
Continuó:
—Hubo el alma de Cratino, pasable. Aristófanes, ¡una alma de ramo de flores...! Platón,  exquisita. No el Platón de usted, sino Platón, el poeta cómico. Su Platón hubiese revuelto el estómago de Cerberus. ¡Qué horror! Después, veamos, hubo Noevius y Andrómico, y Plauto y Terencio. Luego, Lucilio y Cátulo, y Naso y Quinto Flaccus, ese querido Quinto, como yo le llamaba cuando me cantaba un Saeculare para mi diversión particular, mientras que, por pura farsa, yo lo asaba clavado en mi espetón. Pero a esos latinos les hace falta montante. Un buen griego, bien gordo, vale por una docena de ellos y, ade­más, no se pasa puesto en conserva. No se puede, ciertamente, decir lo mismo de los Quírites... Probemos de nuevo su vino.
Bon-Bon se había resignado ya a no sorprenderse de nada y ocupóse de traer las botellas pedidas. Notó, no obstante, un ruido que vagaba por la estancia como el de la agitación de una cola. A ello no prestó el filósofo atención alguna y, aunque el huésped se conducía de una manera muy indecente, se con tentó con dar una patada al perro, para que se estuviera quieto.
El intruso continuó:
—Yo encontré que Horacio tenía mucho del gusto de Aristóteles. Ya sabe usted que a mí me gusta la variedad. En cuanto a Terencio, no hubiera podido distinguirlo de Menandro. Naso, con gran sorpresa mía, no era sino un Nicandro adulterado. Virgilio me recordó mucho a Teócrito, Marcial me pareció Aquiloquio y Tito Livio era positivamente Polibio y no otro.
Bon-Bon hipó de nuevo.
—Pero si tengo una debilidad, señor Bon-Bon, si tengo una debilidad es para los filósofos. Sin embargo, deje que le explique que no puede cualquier diablo..., ¡hum!..., que no puede cualquier hombre saber escoger a un buen filósofo. Los largos no valen nada, y los mejores, si no se les descansa convenientemente, tienden a oler a rancio, por culpa, quizá, de la bilis.
—¿Si no se les descansa?
—Hablo de su esqueleto.
—¿Qué pensará usted —otro hipo— de un médico?
—¡Oh, no me hable de ellos! ¡Pf!, sólo he conocido uno ese pícaro de Hipócrates. Olía a carne pútrida, ¡oh, oh! Me resfrié lavándole en la Estigia y después me contagié del cólera.
—Ese, ese —un hipo— ese miserable —exclamó Bon-Bon—, ese aborto —un hipo— de Silena.
El filósofo se secó una lágrima.
—Después de todo —continuó el visitante—, si un buen diablo..., un hombre correcto, digo, quiere vivir, por fuerza ha de tener más de un talento. Entre nosotros, una buena cara es muestra de aptitudes diplomáticas.
—¿Cómo dice?
—A veces estamos mal de provisiones. Es preciso que us­ted lo sepa, en un clima abrasador como el nuestro, raramente es posible conservar un alma viva mas de dos o tres horas. Y después de la muerte, a menos que se escabechen inmediata­mente —y un alma escabechada nada vale—, empiezan a oler ¿Comprende usted? Cuando las almas nos vienen por vía ordinaria, siempre es de temer que se averíen.
¡Dios mío! —un hipo— ¿Pero cómo se las arregla?
Aquí, la lámpara de hierro empezó a dar vueltas con violencia y el diablo se estremeció en su sillón. Con un suave suspiro volvió a tomar su fisonomía habitual; después dijo sim­plemente a Bon-Bon con voz apagada:
—Quiero decirle una cosa, Bon-Bon: no se ha de jurar.
Bon-Bon quiso mostrar que había comprendido perfectamente y se conformó. Bebió un buen trago y el visitante dijo:
—Hay varias maneras de salir de apuros. La mayoría de nosotros se muere de hambre. Algunos se avalanzan sobre las almas escabechadas. Por mi parte, yo me las procuro vivas. He descubierto que entonces ellas se conservan perfectamente.
—Pero ¿y el cuerpo? —un hipo—, ¿y el cuerpo?
—¡El cuerpo! ¿Qué pasa con el cuerpo? ¡Oh! ¡Ah! ¡Ya comprendo! ¿El cuerpo? ¡La transacción no le concierne! En mi época hice innumerables compras de ese género y el cuerpo no sufrió jamás. Hubo Caín, y Nemrod, y Nerón, y Calígula, y Denys, y Pisístrato y otros muchos, que, al final de sus vidas, no han sabido lo que era una alma. Y, no obstante caballero, esos hombres constituían el ornato de la sociedad. Pero, vamos a ver, ¿no conoce usted a X igual que yo? ¿Acaso no se encuentra en po­sesión de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién compone epigramas más acerados? ¿Quién razona más espiritualmente? Vea; tengo el documento en el bolsillo —y, diciendo estas palabras, sacó una cartera de cuero y extrajo de ella cierto número de papeles.
Mientras los estaba hojeando, Bon-Bon percibió principios de nombres como Maqui, Maza, Robesp, Geor, Calig, Elisab.
El intruso llegó, por fin, a una tira estrecha de amarillento pergamino y se dispuso a leer en voz alta:
«Por consideración a ciertos dones espirituales difíciles de especificar, y, además a mil luises de oro, yo, de 1 año y un mes de edad, transmito por la presente, al portador, todos mis derechos y títulos de propiedad de la sombra llamada mi alma.
Firmado: X »
Aquí pronuncio un nombre que no me creo autorizado a escribir entero.
—Un hombre inteligente —continuó el visitante—, pero como usted, señor Bon-Bon, se equivocaba sobre la naturaleza del alma. ¡Jaja, jeje, juju! ¿Concibe usted una sombra guisada?
—¡Una sombra —hipo— guisada! —exclamó nuestro héroe cuyo espíritu se iluminaba poco a poco con los discursos del ya pesado invitado—. Que me cuelguen —un hipo— si soy un —un hipo— tan tonto. ¿Mi alma a usted señor? —un hipo.
—¿Su alma, señor Bon-Bon?
—Si, señor —un hipo—, mi alma es...
—¿Qué caballero?
—No es ni más ni menos que una sombra, señor.
—¿Acaso quiere decir...?
—Si, señor mi alma es —un hipo—, sí, señor.
—Yo no tengo intención...
—Mi alma es —un hipo— particularmente propia para —un hipo— ser preparada...
—¿Dónde, señor?
—En el horno.
—¡Ah!
—En salsa.
—¡Eh!
—Como guisado.
—¿De veras?
—Para hacer estofados y fricandós. Y vea, yo soy buen chico y se la quiero ceder —un hipo— barato —y el filósofo dio un golpecito en la barriga de su invitado.
—No pensaba en ello —dijo este, levantándose de su butaca.
El metafísico miró a su visitante con los ojos muy abiertos.
—No tengo, por el momento —dijo el invitado.
—Y  —un hipo—, ¿y bien, qué?
—No dispongo de fondos.
—¿Cómo-o-o?
—Por otra parte, sería poco delicado...
—¿Caballero?
—Que me prevaliera.
—...—un hipo.
—Del estado asqueroso, e indigno de un hombre decente, en el que usted se halla.
Aquí el visitante se inclinó y desapareció de una manera poco explicable.
Y cuando Bon-Bon intentó lanzar una botella a la cabeza del Malo, tocó la fina cadena que colgaba del techo y sostenía la lám­para. Y, lámpara y Bon-Bon, rodaron por el suelo.






El duque de l’Omelette

Y pasó al punto a un clima más fresco.
(COWPER)

Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?.¡Almas innobles! El duque de l’Omelette pereció de un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!
Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque de l’Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.
Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.
El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque? «Horreur! -chien! -Baptiste! -l’oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Seria superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.
—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.
—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.
—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó de l’Omelette—. He pecado, c’est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!
—¿Tan qué? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!
—¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que yo, duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de manos de Rombêrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que me representaría quitarme los guantes?
—¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeñas dimensiones.
—¡Caballero —replicó el duque—, no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto... au revoir!
Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.
El aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No había techo... ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.
Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su satánica majestad... cuando se sonrojaba.
¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¿acaso no pintó la...? ¿Y no se condenó a causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?
Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios. C’est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!
Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!
Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le repugna una escena... De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six hommes. Por lo tanto, il peut s’échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!
Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n’ose pas refuser un jeu
d’écarté.
¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto? ¿No ha leído al Père Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds —dice—je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons... que les cartes soient préparées!
Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.
Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.
Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.
—C’est à vous de faire —dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse en presentant le Roi.
Su Majestad pareció apesadumbrado.
Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista, mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable.

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